Agujeros

“todo lleno de agujeros, todo

esponja, todo como un colador

 colándose a sí mismo…”

J. Cortázar, “El perseguidor”

 

La primera vez que los empecé a ver fue una noche, hace como dos meses, cuando me hallaba orinando en el rincón de un baldío que había en una esquina camino a casa, baldío que por aquel entonces alguna gente utilizaba gratuitamente como estacionamiento. Aún sigue siendo un estacionamiento, pero ahora es pago. Todo se ha vuelto pago en estos días, creo que sólo falta el aire, y las ganas de vivir. La cuestión es que allí estaba, eliminando mis deshechos líquidos, protegido por la hora, el silencio y la semioscuridad de la noche (porque es mentira que la noche sea negra por completo), cuando entre los vahos que llenaban mi cabeza y agrisaban mi vista me pareció divisar, justo al costado de donde se precipitaba mi orina, un agujero de nada. O sea, no era un agujero en la pared o en el suelo. Era un agujero que estaba ahí, en el aire, como flotando suspendido. En un primer momento creí que estaba alucinando, y que esa alucinación se debía, por un lado, a que había estado tomando, de más quizá, unas cervezas con unos amigos y, por otro, a que justamente esa tarde había estado leyendo el cuento “El perseguidor”, donde precisamente un personaje habla de que ve agujeros por todas partes, entre otras cosas. La verdad, qué cuento, qué cuentazo “El perseguidor”, de Julito. (Ahora que veo que escribí “Julito”, me causa gracia pensar que si alguien tradujera esto, pondría una nota al pie: aquí el autor se refiere al escritor Julio Cortázar.) Este cuento me obligó a la relectura, sobre todo para entender qué relación tenía el personaje-narrador Bruno, quien cuenta la historia del jazzman Johnny Carter. Es un gran cuento.

En fin, la idea de que estaba alucinando por efecto de la bebida y la lectura apenas duró un instante, porque en seguida comencé a ver más agujeros del estilo del primero, por todas partes. En las paredes, en el suelo, en el aire, en un árbol, como si todo fuese un gran colador. Estaba asustado, pero lo que realmente me causó pavor fue cuando vi que tenía un agujero en la mano, otro en el pie y otro más en el vientre. En el de la mano, por ejemplo, podía ver, sin distinguir nada, que el hueco era de una profundidad inagotable e inaguantable. Desde luego, salí corriendo de aquel sitio, como si estuviera poco menos que poseído. En realidad, creo que de hecho había sido poseído, aunque vaya uno a saber por qué o quién.

Cuando llegué a mi casa fui derecho a la cama. Gracias al alcohol, pude dormir. La noche siguiente, sobrio, me fue imposible pegar un ojo. Los días los pasaba bastante tranquilo, pero a la noche, si no era con alcohol o somníferos, no lograba dormir. Exactamente una semana después de aquel primer encuentro con los benditos agujeros, volvieron a aparecer. Esta vez en casa de mi amante. A la madrugada, mientras ella dormitaba, me levanté para ir al baño. Encendí la luz, y al ir a subir la tapa del inodoro, vi que allí había uno. Ni bien giré para escapar comprobé que en lugar de mi reflejo en el espejo, había otro de los malditos agujeros. Me vestí como pude y salí corriendo aterrorizado, no sin dejar de notar que en la chica no había rostro, sino un hueco infinito.

Después de un mes con esta situación, con días apenas llevaderos y noches casi insomnes, mi salud física se había debilitado, y la mental, estaba próxima a desaparecer. Por suerte, como si aquello que acaso me había poseído acudiera en mi ayuda, vislumbré la posibilidad de una solución. Un domingo, hará veinte días, releyendo el cuento de Cortázar, observé que el personaje aquel que veía agujeros por todos lados, en un momento dice tener la certeza de que se va a morir “sin haber encontrado… sin haber encontrado…”, aunque nunca llega a decir qué. Entonces comprendí, como si yo fuese un elegido, que debía encontrar ese algo para poder salvarme de la locura inminente que me acechaba.

Ahora sé, al fin, que ese algo era “el” agujero, aquel que encierra y explica a todos los demás. En estos veinte días no he hecho otra cosa que buscarlo, y, gracias a Dios, hace dos días logré descubrirlo. Por eso me apresuro a escribir esto, ya que esta noche iré a meterme en él; sé que allí están todas las respuestas. El feliz agujero se produce en la estación Laferrere, sobre la vía, justo en el momento en que entra en el andén el tren de las 3.22. Me embarga una especie de felicidad; al fin encontré lo que estaba buscando, y al fin se acabaron las terribles noches sin sueño.

por Sebastián Bekes

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