Bob y Dee han pagado

El día que el señor Gutiérrez Hanson entró en la oficina, fuera de sí y hecho un exiliado de un psiquiátrico, yo no estaba en condiciones de recibirlo. A decir verdad, mataba el tiempo haciendo un solitario interminable en la computadora, y no esperaba que apareciera nadie en particular. Mucho menos alguien como él. Vestía un pantalón de gabardina oscuro, y una camisa celeste con los dos botones superiores desprendidos, lo cual dejaba entrever su torso lampiño. Tenía la cara manchada con tierra o barro, y sudor en la frente y el cuello.

            – Oiga, Ugando, ¡me tiene que ayudar!

            Me acomodé, un poco sobresaltado, sobre la silla. El hombre parecía que iba a abalanzarse sobre el escritorio y mi persona. Desconecté el solitario, sin eliminarlo del todo, e intenté mirar a ese hombre con calma. Tenía ya pelo cano, y éste no le cubría toda la cabeza. Me recliné hacia delante y crucé los brazos sobre el escritorio.

            – Está bien, ¿señor…? Pero tome asiento, y cálmese, por favor.

            – Gutiérrez Hanson; Julio, si prefiere. Gracias, me siento. ¿Cuánto cobra usted?

            Ya había pasado el verano, y tenía que actualizar mis costos. Pero por pereza, negligencia o sólo desgana, no lo había hecho aún. Hice un cálculo mental rápido, agregué un 20 por ciento a mi anterior tarifa, y le dije cuánto, más gastos.

            – Ufff, vaya, bueno, se ve que todo sube mucho acá.

            – Así es, y yo debo mantener este lugar, y a mí mismo. Además, usted Julio vino a buscarme.

            – Tiene razón. Y le pagaré, ¡porque necesito que me ayude!

            – No hace falta que grite, hombre. Cálmese, cálmese. Cuénteme qué hay.

            – ¿Qué hay? ¡Hay que Bob y Dee han pagado! ¡Han pagado!

            – ¿Bob y Dee? ¿Y qué pagaron?

            – Ay, ay, sí, pagaron, pagaron…

            Gutiérrez Hanson se tomó la cabeza con ambas manos, apoyó los codos sobre la mesa y pareció que sollozaba por un momento. Realmente se veía desesperado, y yo no terminaba de adivinar qué había pasado, y quiénes eran ésos dos que nombraba.

            – A ver, Julio, por favor. Trate de empezar desde el principio, o desde algún lugar como para que yo pueda entenderlo.

            Se incorporó en la silla, se pasó la manga de la camisa por la cara y lanzó un largo suspiro. Sacudió la cabeza de un lado a otro, me miró unos instantes y hasta pareció sonreír.

            – Claro, usted no sabe quién soy, ni los conoce a Bob y Dee. Yo soy dueño de un frigorífico y también fábrica de embutidos. Pero desde hace unos dos años que vengo en la mala, con las ganancias en picada. Bob y Dee son mis esb…, mis ayudantes.

            – Lamento lo de su negocio. ¿Y lo que ellos han pagado es…?

            – Los dos, una manga de… Han pagado, sí, han pagado por lo que hicieron. ¡Eso es!

            Al decir esto, se le transformó el rostro, la mirada. Miraba la nada en el logo de la marca de mi computadora. Lo dejé allí, esperando a que volviera por su cuenta. No le llevó mucho tiempo.

            – Bueno, ¿qué han hecho, y cómo lo pagaron?

            – Las cosas que usted pregunta… Tal vez debería…

            – No, Julio, quédese. No se vaya, hombre. Necesita ayuda, ya me lo dijo, quédese y cuénteme. Tómese su tiempo, yo no tengo apuro. ¿Quiere un vaso de agua, o algo más fuerte?

            – Sí, gracias. ¿Qué tiene? Vodka, whisky… No, déme un vaso de jugo, ¿tiene? Bueno, déme un poco de té.

            Puse el agua a calentar en el anafe, y saqué dos tazas y saquitos de té (me quedaban cinco). Mientras le daba la espalda, Gutiérrez Hanson comenzó a hablar.

Primero habló lentamente, con voz baja y tenue como tela de gasa, pero poco a poco la gasa fue abriendo paso a su voz por completo, y el relato del hombre cobró fuerza.

            – Yo les pedí, les encargué, mejor dicho… Les encargué que trataran de encontrar algún medio, alguna forma, de conseguir más elementos, animales, ¿me entiende?, y así tener algo más de dinero para empezar a levantar el frigorífico. Bueno, ésa era la idea. Nada raro, tampoco, nada que otros no hayan hecho ya antes. Conseguir unas cuantas vacas “prestadas”, ¿me entiende? Traerlas al matarife, hacerlas plata, levantar el negocio, mantener los empleados y a sus familias. No había mala intención.

            ”Pero bueno, pasó lo peor. Alguien se enteró, o los descubrió, no sé, y no volvieron con los animales… ¡Ni ellos tampoco! ¿Entiende lo que eso significa? La cuestión es que ayer recibí un llamado, me desesperé y acá estoy, pidiéndole a usted que me ayude.

            – Y ¿quién lo llamó? ¿Qué le dijeron, Julio?

            – Eso no importa… No viene al caso. El tema es lo que me dijeron. Y fue justamente lo que ya le dije, que Bob y Dee han pagado, pagado por lo que hicieron, por su insolencia… Y todo, en el fondo, es culpa mía. ¿Y sabe qué? Creo que me di cuenta de que la maldad existe. Es decir, uno no es ningún santo, y tampoco es que no haya hecho alguna maldad, alguna vez. Pero esto me ha superado, me ha pasmado. Fue hecho con verdadera malicia… En fin, Ugando, la cosa es que mis asistentes ya no están entre los vivos. Y la persona que me llamó, me aseguró que sus cadáveres volverán “flotando por el río”.

            Lo miré por un momento, para ver si lo que me contaba era realmente cierto. No cabía duda de que lo era. Pregunté lo más obvio:

            – ¿No se le ocurrió dar aviso a la policía?

            Gutiérrez Hanson se golpeó la frente con la palma de la mano, y lanzó una carcajada.

            – No, no, ni loco ni borracho haría eso. Además, por si acaso, me recalcaron que no lo hiciera, o…

            – O su familia sufriría –concluí la oración por él.

            Mi nuevo cliente asintió con un movimiento de cabeza.

            – Usted, ¿qué cree que sería lo justo? –inquirió.

            Le contesté lo que creía verdad en ese momento. Siempre intento no mentirles a mis clientes, sobre todo cuando necesitan que no lo haga.

            – Que los asesinos vayan presos, y usted también, un tiempo, por cuatrerismo.

            – Claro, ahora, los de arriba que me llevaron a esta situación, ¿cuándo van a caer presos?

            Guardé silencio. No había respuesta cierta para eso.

            – Entonces, ¿usted me vino a buscar para…?

            – Para que me ayude, me salve, me diga qué hacer. Cuando aparezcan los cuerpos, ¿qué hago? ¿Y después cómo sigo?

            Tomé el teléfono e hice tres llamados a antiguos compañeros de fuerza, y a un abogado de peso. En total, habré hablado una media hora. Luego despedí a mi cliente y le dije que me ocuparía del caso.

           

            Dos días después, el periódico local dio la noticia de que “dos cuerpos, de dos hombres asesinados, aparecieron flotando en el río. La policía busca identificarlos y rastrear a los responsables de semejante atrocidad”.

            Desde entonces no volví a ver a Gutiérrez Hanson, pero sé que está a salvo y aún mantiene su pequeña empresa; según supe, ésta está en alza. La policía nunca dio con los asesinos, ni metió preso a nadie por “los dos cuerpos flotantes”.

            Nunca nadie volvió a llamar a Julio por el asunto de sus dos asistentes, y él ya no tuvo que salir a buscar vacas prestadas.

           

            Ayer me llegó una invitación de él: me invita a comer un asado.

por Sebastián Bekes

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