Aquel mal día

En la sombra verdosa de un rosal sobre el césped mi gata barcina duerme plácidamente. Cuando me acerco para admirar su tranquilidad en el dormir, compruebo que en realidad está muerta.

Así es como recuerdo que comenzó el peor día de mi vida, que nunca había tenido mayores sobresaltos. A la gata la encontré a eso de las siete y media de la mañana. Ramera había estado conmigo doce años. Le puse ese nombre por dos motivos: por ser gata, y porque le gustaba andar por las ramas de los árboles. Se pasaba horas echada en las ramas de un viejo limonero que hay en el patio de casa, o también sobre las ramas del fresno. Incluso se apropiaba inicuamente de los árboles de los vecinos. Cansados de tratar de ahuyentarla, la dejaban estar.

              Apenas unos minutos después de asegurarme por completo de que la gata estaba muerta, previo intento de reanimarla, y sin salir aún de la dolorosa sorpresa tempranera, me dispuse a enterrarla no sin cierta prisa: no podía llegar otra vez tarde al trabajo. Busqué una pala en el “granero” y sepulté la gata junto al mismo rosal que le prestara su sombra para descansar. Luego salí volando para la oficina. En el camino me abandonaron un par de lágrimas, sin que yo pudiera hacer nada por retenerlas. Una fue a morir sobre un bolsillo del pantalón; la otra se tambaleó sobre un nudillo de la mano, para luego escurrirse de allí entre los dedos, yendo a deshacerse en la punta de mi zapato.

No bien puse un pie en la oficina me recibió el jefe, con cara de pocos amigos y  mucho malhumor. Era un hombre de pocas pulgas y mucho coraje, con pocas amistades y mucha acidez estomacal. Sin siquiera saludarme ni reparar en mi rostro afligido, me dijo sin más que estaba despedido por llegar tarde por tercera vez en el mes. No quiso atender a mis razones y me pidió con pocas ganas y mucho desdén que desalojara mi escritorio en breve. Luego mandó a la secretaria a hablar conmigo, quien me dijo con mucha amabilidad y pocas mañas que podía pasar a cobrar mi liquidación a la semana siguiente. La palabra ‘liquidación’ me trajo malos recuerdos, y pensé en la gata: cuándo podrá Ramera cobrar su liquidación por los servicios prestados.

              Como tenía más de media mañana libre, decidí pasar a ver a mi novia, que la noche anterior me había dejado un mensaje telefónico, en el que me decía que tenía algo importante que hablar conmigo. Cuando me vio llegar más temprano de lo que me esperaba, me recibió con poca gracia y mucha brusquedad. A pesar de la evidente molestia que le causaba verme antes de lo que ella sin duda había planeado, se arregló un poco y fuimos hasta un bar cercano. Allí me tiró a quemarropa que no quería seguir más conmigo, que había conocido a alguien más no sé dónde ni en qué circunstancia; me lo dijo con más frialdad y menos sentimentalismo de lo que yo hubiera preferido para semejante noticia de su parte. Bastante contuso por el golpe recibido, salí del bar borracho de amargura y tristeza. Hacía más de tres años que Julia y yo estábamos juntos.

              Sin embargo, el día aún no había terminado, y en su oscuro y funesto cajón había más para mí. Al llegar a mi casa, más arrastrándome que en pie, pude notar que había un nuevo mensaje en el contestador. Antes de escucharlo, me serví un vaso de agua. Con la última noticia recibida, ya cruzaban por mi cabeza ominosos pensamientos sobre lo que vendría. En mi mente se mezclaban la frialdad del cuerpo de Ramera con la frialdad de Julia y la de mi jefe en la oficina. Ramera, el jefe indiferente, Julia. El jefe, Julia indiferente, Ramera. Julia, Ramera… Con el vaso aún en la mano, puse en marcha el contestador: era mi hermana mayor, hablaba sobre mi padre…, una descompostura…, un hospital…, nada grave… No sé en qué momento el vaso terminó destrozándose contra el piso.

              Cuatro horas después de que yo llegara al hospital mi padre falleció, sin mucho estruendo y con pocas certezas. No hubo mucho para hacer: una fea descompensación cardíaca, dijeron. A eso de las siete y media de la tarde, mientras hablaba como un sonámbulo con el hombre de la funeraria, éste, absolutamente distraído, me dice con imbecilidad burocrática “… bueno, y que pase unas felices vacaciones”. Acaso él no tenía la culpa, acaso estuviera muy cansado, pero su estupidez me superó por completo, desintegró como con ácido el último quicio de cordura que me quedaba en pie. El pobre hombre no había terminado de decir “vacaciones” que yo ya había saltado sobre él y, literalmente, lo fui matando golpe a golpe. 

              De aquel día hace ya tres años, cinco meses y diecisiete días. Me han condenado a tan sólo ocho años, debido al estado en que me hallaba aquel día. Pero el tiempo ya no me preocupa. En cambio, sí me preocupa un sueño que tengo recurrentemente. En ese sueño veo a mi gata barcina acostada en el césped, pero al acercarme, en vez de su cara de gata veo la cara de mi madre, que angustiada me pide que le dé mi corazón; y cuando, atemorizado, giro la cabeza hacia el cuerpo echado, no veo lo que esperaría ver, sino el cuerpo esbelto, desnudo y hermoso de Julia, que me llama con dulces gestos. Entonces es cuando ese rostro tan familiar me habla, pero espantosamente, ya que a veces adquiere la voz de aquel jefe de la oficina, que burlón me dice “¡estás despedido, estás despedido!”; y otras veces toma la voz del hombre de la funeraria, que, con el rostro despedazado por mis puños, me pide a gritos que por favor no le pegue más.

              Este sueño se repite noche tras noche, con algunas pequeñas variantes. Y siempre ocurre en un jardín, a la sombra verdosa de un rosal donde mi gata barcina duerme plácidamente.

por Sebastián Bekes

 

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