El paisaje de Rundevoll, al contemplarlo, es paradójico: tanto agresivo como calmo, aburrido como sorprendente, deseable como repugnante. Uno con el tiempo se acostumbra a dejarse dominar por el espectro implacable de esta ciudad. Las historias de los ciudadanos (entre los que me incluyo) se encuentran siempre atadas al deseo de Rundevoll de jugar con su suerte a su antojo, condenándolos o favoreciéndolos, tanto en lo más ínfimo como en lo más profundo de su existir. Al tener esto en claro, debo decir que no me sorprendí en lo más mínimo cuando descubrí que la soberanía de la perversa ciudad se extendía también en el terreno de la vida y de la muerte.
Al hombre del sombrero lo vi sólo dos veces. La primera ocasión lo vi morir. Sufrió un accidente de tránsito, fue golpeado por un automóvil cuyo conductor iba distraído. Intentamos ayudarlo, pero fue inútil. La segunda vez que lo vi se encontraba comprando fruta en el mercado, tan vivo y entero como usted que lee esta crónica. El hombre del sombrero me vio parado observándolo, y, lejos de asustarse, se me acercó. «Ni siquiera puede uno morirse tranquilo», le dije, a lo cual me respondió asintiendo y con una carcajada, confirmando mis sospechas: el muerto y él eran la misma persona. Fue entonces que Sombrero me reveló uno de los grandes misterios de la vida, tan tranquilo como quien da la hora en la calle: «Lo de ayer no fue nada, amigo. Yo ya he muerto hace tiempo, víctima de mis propios demonios. Es por eso que no puedo morir», comenzó. «Cuando aún estaba vivo emprendí un viaje lejos de mi casa, y al tiempo comprendí que no podía ni quería volver: allí, en mi propia tierra, me esperaban los fantasmas de mis más grandes miedos y debilidades, y seguramente la muerte. Me exilié un tiempo, hasta darme cuenta de que la situación era insostenible, y decidí volver a enfrentarme con mis demonios. No recuerdo si llegué o si fue en el camino cuando la muerte me encontró, pero lo cierto es que lo hizo de cualquier modo.» Yo miraba intrigado al hombre de vasta presencia, totalmente alineado con su sombrero en la cabeza. Siguió comentándome que, como se sabe, cuando uno muere pasa a una siguiente instancia de purgatorio. En su caso, su purgatorio es Rundevoll. Mi reacción inmediata ante esto fue preguntar si ésta era una ciudad fantasma, o si estábamos todos muertos, pero rápidamente me dijo que no. Hasta donde sabía, él era el único de su condición, y permanecería allí hasta que decidieran qué hacer con él.
Según me dijo, quedaría aquí estancado hasta que una buena acción le permitiera seguir adelante. Cierto es que Sombrero no pasaba desapercibido para nada: la gente lo reconocía por ser un pulcro ciudadano, siempre servicial, casi un héroe con fama de prevenir víctimas de estafadores, separar riñas callejeras, encontrar mascotas extraviadas e incluso persuadir a algún que otro suicida de no arrojarse a las vías del tren. Sin embargo, ninguna de esas acciones heroicas le había permitido a su alma seguir adelante, y él no tenía la más mínima pista de cuál debía ser ese acto final.
Pensé que Sombrero me hablaba demasiado tranquilo, demasiado sonriente para alguien que vive en su situación. Nuestra charla se extendió un poco más, interrumpida por las usuales intervenciones del ritmo de la ciudad. Una señora mayor frenó a mi amigo para preguntar una dirección. Yo me distraje mirando la calle mientras escuchaba que él le contestaba y la señora se iba sin agradecer. Me volví, creo que para hacerle alguna otra pregunta acerca de su misteriosa próxima vida, pero Sombrero ya había desaparecido. Me alegré por él, pues comprendí que había llegado el momento de ese acto final. Me alejé sabiendo que ahora sí podría llegar a su ciudad, a esa que no llegó en vida. Esa noche, más que nunca, me acosté a dormir seguro de que Rundevoll no deja a uno ni morirse tranquilo.
por Juan Zimmermann
“Así sucede en Rundevoll” – episodio 10
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