La aparición de un inglés

Cuando Roxana se tuvo que volver de Buenos Aires a su Ameghino lloró todas las noches durante un mes entero. Lloró a pesar de que volvía a su pueblo natal y a la mayor parte de su familia; a pesar también de que tenía a su marido, que la quería y la comprendía. Marido que, ocho meses después, estaría indiferente y apático, y que ante las insistentes preguntas de su mujer respondería, indefectiblemente: “No sé lo que me pasa”.

              – ¿Pero qué es? ¿Tenés otra mujer?

              – No, no es eso. No sé lo que me pasa.

              – Entonces, ¿qué es? ¿Estás enojado conmigo? – preguntaba Roxana, acaso como queriendo cargar con la culpa.

              – No, tampoco. Ya te dije, no sé lo que me pasa.

              Lo que Roxana no quería entender era que a Alfredo, su marido, también le había pegado tener que irse a Ameghino. Pero a él, en vez de llorar durante un mes entero todas las santas noches, le había dado por deprimirse, lo cual es un proceso más lento, y por tanto lleva más tiempo. Para colmo él no tenía allí ni amigos ni familiares directos, sino que los suyos estaban a más de setecientos kilómetros.

              Roxana y Alfredo se habían tenido que mudar de Buenos Aires por problemas económicos y laborales, porque se les habían cerrado todas las puertas —o de eso se habían convencido, y para el caso es lo mismo. Además a Roxana le habían ofrecido un trabajo bastante bueno en Ameghino. Por eso ella lloraba todas las noches, por lo injusta que es la vida; porque dejaba Buenos Aires, ciudad que le gustaba y quería, y a sus amigos; porque sabía íntimamente que a su esposo le costaría adaptarse al cambio de lugar y de gente; lloraba, en fin, por ella misma.

              Pero una noche Roxana dejó de llorar, por cansancio o porque se le agotaron las lágrimas, o simplemente porque algo en ella dijo basta. Y a cambio de tantas lágrimas derrochadas se puso a hacer cosas. Ordenó la casa tal como a ella le gustaba que estuviera, y hasta se enojaba con Alfredo cuando rompía demasiado ese orden. Cambió las cortinas originales de la casa por otras más nuevas y más lindas, con colores vivos. También se dio el gusto de comprar algunas cosas para la casa. Un aire acondicionado para el próximo verano, un ordenador de plástico para los utensilios de cocina, y otro para el baño, estuvieron entre sus compras más importantes. Los fines de semana limpiaba la casa de pe a pa, corriendo muebles y sacudiendo alfombras, para luego encerar los pisos. Los sábados por la noche siempre quería hacer algo, salir a tomar un trago, ir a comer afuera. Le importaba un bledo que los lugares fueran los mismos de siempre. Pero a Alfredo sí le importaba; es más, le molestaba. Esta diferencia era causa de no pocas discusiones, algunas insospechadas. De alguna manera, sin embargo, Roxana disfrutaba de esas discusiones, y en ciertas ocasiones incluso las provocaba, porque la hacían sentirse viva otra vez.

              Mientras su mujer se sentía revivir, Alfredo, que hasta entonces se había mostrado comprensivo y atento, e incluso preocupado, ante el estado de su esposa, comenzó a retraerse. Es decir, empezó a vivir en su cáscara de nuez y a creerse rey de espacios infinitos. Es que Alfredo, con la deseada aunque súbita recuperación anímica de su mujer, de pronto se vio liberado de toda responsabilidad ajena a él, tanto material como espiritual. Entonces fue cayendo en ese pozo que es darse cuenta cabalmente de la realidad que a uno le toca vivir. Antes estaba como imbuido en la amargura y el llanto de Roxana, pero ahora que ella se había repuesto, a él no le quedaba más remedio que enfrentarse cara a cara con la realidad. Y optó por deprimirse. Así su conciencia hizo de él un cobarde, como a todos.

              La presencia del Inglés vino a poner las cosas en un nuevo lugar. El Inglés era un argentino que hacía muchos años que vivía en Escocia, y había regresado para hacerse cargo de una estancia heredada cerca de Ameghino. Por las cuestiones legales del asunto Roxana tuvo que entrevistarse con él. El Inglés quedó encantado con ella. Tanto que la invitó a comer, y Roxana, sin saber muy bien por qué, aceptó. Como nadie se saca del pantano tirándose de las orejas, bastó que el Inglés se fijara en su mujer para que Alfredo diera indicios de reacción, de querer ubicarse en la palmera, con lentitud al principio. Con el correr de los días, después de la famosa invitación –de la que se enteró todo el pueblo–, Alfredo se puso más activo. Llegó incluso a ayudar a Roxana en la limpieza de la casa, a veces con tanto o más frenesí que ella. Hecho éste que suscitó bromas gloriosas de sus vecinos y algunos conocidos.

              Las aproximaciones del Inglés hacia Roxana no pasaron a mayores, sobre todo, porque ella no se lo permitió; sobre todo, porque ella estaba menos encantada con él que con el efecto que su aparición había producido en Alfredo. Y Alfredo, para demostrarle al falso inglés que no le guardaba ningún tipo de rencor, lo invitó a cazar.

              – Che, Inglés, el domingo te invito a cazar.

              – ¿Y qué quieres cazar, amigo Alfredo? –preguntó el Inglés con una falsa sonrisa inglesa mientras pronunciaba la palabra “amigo”.

              – Perdices, Inglés, perdices.

              – ¿Por qué? No te entiendo.

              – No importa, Inglés, no importa. Ça va.

              – OK, ça va.

              Luego bebieron una cerveza juntos y hablaron de bueyes perdidos.

por Sebastián Bekes

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