La puerta 324

Llegar era fácil. Sólo había que pasarse de 1º de Mayo a Sáenz Peña por Urquiza, luego llegarse hasta Yrigoyen y desde allí derecho hasta Mendoza, donde comenzaban los departamentos. Luego ir hasta la esquina, doblar a la derecha, andar veinte, treinta metros, subir las escaleras hasta el tercer piso, tocar a la puerta marcada con el 324, decir hola. Marcos, acostado en su cama, incluso hasta podía verse a sí mismo haciendo todo el trayecto, tocando a la puerta y diciéndole hola a Juliana. Era tan fácil… parecía tan fácil. Y sin embargo, ladeado allí en su cama, era tan lejos, tan lejano – ¿cómo levantarse, cómo ir hasta allá, subir, decir hola? De pronto parecía que la empresa era casi imposible, poco menos que irrealizable. La conjunción entre ideas y hechos le era ajena, extraña. En realidad, no podía pensarse acostado en la cama y luego yendo hasta la casa de Juliana. Eran como dos pensamientos independientes, disociados. Podía verse perfectamente en su casa, en la habitación, vestido sobre la cama. Y al mismo tiempo caminando por la calle, doblando en la esquina de 1º de Mayo y Urquiza rumbo a Sáenz Peña. Eso no era tan difícil. Más bien le resultaba hasta placentero, casi cómodo y seguro. Sonrió al sentirse tan cómodo en la calle, con sus botas de invierno de otro país, y el sacón de piel raspada que le había regalado un tío con dinero pero de dudosa amabilidad.

Marcos y Juliana se habían conocido hacía poco, y todo estaba ahí, como apenas empezando. Es decir que aún no eran lo que suele llamarse novios, más por temores antiguos que por dudas presentes. Sin embargo, para Marcos, la cuestión todavía no estaba del todo clara, no era completamente llana y lisa. Había algunas rugosidades, quiebres y repliegues. La relación no era un valle suave y delicado con un dulce sonido alegre. Había incertidumbres, ciertas molestias, como la que causa una espinilla en el pie. Entonces, si bien parecía tan fácil, a Marcos le costaba levantarse y salir.

Por otra parte, en su tranquila espera, seguía viéndose caminando por la calle, bien enfundado en su sacón, ahora por Sáenz Peña buscando alcanzar Yrigoyen. Se le hacía tan sencillo el caminar, las piernas sueltas, firmes, una mano en el bolsillo, la otra libre, agitando el aire. De tanto en tanto la mano libre que pasa por la cabeza y revuelve los cabellos; luego las dos manos que se mueven en conjunto y atrapan el sacón por las solapas y lo acomodan un poco, para que abrigue mejor. La mano del bolsillo que vuelve al bolsillo, la otra que tantea si está en su lugar la billetera.

En su habitación, Marcos da vueltas y vueltas en la cama. Se siente inquieto, cansado, como si hubiese estado haciendo algún esfuerzo físico. Estira la mano hacia la pared cercana, para comprobar si aún sigue allí. Primero la roza con las yemas de los dedos, suavemente, para después apoyar toda la palma, que se mantiene en esa posición unos instantes. En su devenir mental, comienza a adormecerse, a aletargarse. Sin embargo, puede distinguirse a sí mismo tan sobriamente en la calle que incluso puede sentir, recordar, algunos olores. Así, por ejemplo, al doblar en Yrigoyen, encuentra perfectamente el fuerte aroma a barniz que despide la primera casa, más esa fragancia a pino que trepa desde todos los pisos; luego el tremendo hedor a humedad y mugre y orín que colma sus narices desde la profundidad de un sótano de una casa consumida. Marcos vuelve a girar en su lecho, de espaldas a la pared. Está tan inquieto, como alguien que está a punto de alcanzar una meta, pero sin embargo todavía siente que le falta un poco más. Siente ganas incluso de echar a correr, de llevarse todo por delante y no parar hasta la casa de Juliana.

El hecho de atravesar sin mayores inconvenientes esa zona de penumbra con sus extrañas sombras que se mueven sin consistencia de un lado a otro, da al caminante una cierta tranquilidad que lo anima a continuar con paso resuelto. Cruzar aquellas cuadras, sin incidencias, da la sensación de ya casi estar llegando a destino. Si bien en concreto todavía faltan varias cuadras, dicha sensación se asienta de tal manera en el que recorre las calles, que seguramente no lo suelte hasta que llegue. Por eso es que Marcos, de espaldas en su cama, con los ojos entrecerrados y velados por una luz mortecina, se veía tan bien ganando ya la esquina que llevaba hasta los departamentos. Ahora era cuestión de doblar a la derecha, desandar los últimos veinte, treinta metros; luego, subir las escaleras, despacio, seguro. Una vez en el tercer piso, ir hasta la puerta 324, ya conocida, tantas veces divisada.

El punto más difícil de todo aquel recorrido era, sin lugar a dudas, la última prueba: hacer sonar la puerta con dos o tres golpecitos, aguardar con los pies ansiosos, con más apuro por irse que por quedarse, y luego, cuando ella abriera, descubriendo la luz que se escondía detrás de la puerta, decirle hola, acá estoy.

Mientras la figura que en todo ese tiempo había estado recorriendo las calles, y en última instancia la calle Yrigoyen y ahora subía las escaleras hasta el tercer piso buscando el departamento de Juliana, y ya casi alcanzaba la puerta 324 y estaba a punto de tocarla y Juliana de abrirla, Marcos, atacado por una súbita inspiración, se levantó de su cama y se dirigió a la puerta de calle.

por Sebastián Bekes

 

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