No hay fin siempre hay más – Capítulo VII

De lo que nunca se percató Martín mientras daba vueltas en el auto, fue de la presencia de Pilar, que había empezado a seguirlo desde su partida. Aprovechó que los padres roncaban para robarle la llave del auto a Sol. No hizo falta que le revisara la cartera o los bolsillos de la campera colgada del perchero. La llave estaba puesta. El mecánico de bigotes blancos, además, notó Pilar, observando el interior del auto con el celular en la mano, pendiente de que su novio se conectara al chat, había hecho un trabajo impecable. Ni se notaba que había sacado y vuelto a poner el tablero. Abrió el garaje con el control remoto y salió disparada, frenética de celos, pensando que su novio tenía otra. Tal era el apuro generado por la curiosidad y el enojo ciego e injustificable que la poseía, que Pilar no se dio cuenta, tal vez porque ya estaba doblando por la esquina, de que al cerrar la puerta del garaje con el control remoto —manipulando ya el volante y la palanca de cambios y el celular claro, como si le hubiesen brotado dos brazos más de cada lado—, de que se había producido un clac que estremeció la casa entera, despertando a sus padres. Alarmados por segunda vez en la noche, Jalo y Sol se despertaron de mal humor. La resaca ya había empezado a funcionar en sus cerebros, comiéndoles la serotonina que tenían almacenada. Mareos, visión borrosa, torpeza de movimientos, delirios, migraña. Antes de llegar al garaje, tuvieron que detenerse en la cocina a beber agua. Sol apoyó las dos manos sobre la mesa, importunada por una jaqueca repentina, acompañada de la disminución de sus capacidades perceptivas. Estoy hecha mierda, le dijo a su marido, no sé qué me pasa. Yo también, le dijo él, capaz el vino estaba picado. No sabía cómo esconder la mentira, pero Sol no fue más allá en el asunto, no quiso saber más. Estaba hasta el cuello de accidentes. Jalo, por su parte, estaba tan drogado que no le importaba nada. Solo quería seguir tomando vino y pastillas… pero era imposible, Sol no iba a irse.

Avanzaron juntos hasta el garaje, temiendo lo peor. El clac había sonado a huesos rotos. Solo escucharon eso, no el ruido del auto disparando hacia la costanera. Pero, apenas abrieron la puerta, ninguno de los dos se preocupó por la huida de Pilar.

La puerta del garaje, eléctrica, había empezado a emitir un silbido agudo, ensordecedor. Jalo buscó el control remoto y se apuró por apagarlo. La cabeza de Moro, el bulldog francés, trababa la puerta. El cuerpo había quedado del lado de adentro, y estaba empapado de la sangre que caía de la cabeza, más precisamente, de los ojos. Uno, el que había quedado del lado de afuera, cobró vida propia y se echó a correr doblando en la esquina, dispuesto a encontrar como sea a Pilar. El otro, el del lado de adentro, siguió en su sitio.

Sol, pálida, empezó a gritar. ¡Mi hijo! ¡Qué le pasó a mi hijo! Jalo se puso en acción, embrutecido, y retiró a Moro. Lo acostó sobre las baldosas, en una de las partes que no se encontraba manchada por aceite negra. Sol echó a un lado a su marido. Llamá a una guardia, le dijo. Alzó al perro, lo lavó la cara en la cocina y comprobó que le faltaba un ojo. Ya no era el perro que había llegado por primera vez en brazos de su marido, para el aniversario. Estaba horrible, ahora solo podría fotografiarlo de un lado. Lo envolvió en una frazada y salió rajando con Jalo, en la camioneta de él, a la única veterinaria con guardia del pueblo. Ella, en asiento del acompañante, llorando, acariciaba al perro y le decía vas a estar bien, hijo, fue un accidente nomás. Él conducía sin prestarle atención a los semáforos, a las pocas personas que deambulaban por la calle a esa hora, a las motos que cruzaban como flechas a sus costados, aguantándose las ganas de reír que le provocaba la cursilería de su esposa, o más generalmente la sensibilidad femenina. Llegaron en menos de cinco minutos.

Pilar, la única persona sobria pero también la más imbécil de esta historia, estacionó el auto negro brillante frente al de Martín. Es tan distraído, pobre, que ni cuenta se va dar, pensó mientras lo miraba cruzar hasta el drugstore de la esquina. Entretanto, el ojo de Moro llegaba a toda velocidad (le habían crecido pequeñas extremidades, increíblemente musculosas y ágiles) hasta la cuadra donde estaban enfrentados los autos. La vista, el único de sus sentidos activos, le falló, y el ojo se subió al auto de Martín creyendo que era el de Pilar. Entró a la par que él, y mientras Martín se aseguraba de que las latas permanecieran fijas en el asiento del acompañante, saltó hasta el espejo retrovisor del medio y se escondió ahí, en forma de adorno. Un poco decepcionado por haber errado su objetivo, el ojo lagrimeó. Y ahora, ¿adónde vas a ir? dijo Pilar en la soledad del auto brillante, espiando a su novio, que se acomodaba en el asiento y agarraba el celular. ¿Con quién estás hablando, pillín? dijo ella, y de pronto le entró un mensaje.

Espero que esté todo bien, me fui porque estaba re cansado. Mañana si querés nos vemos bb. Te amo

Pilar empezó a reírse con la cabeza echada hacia atrás. Era una risa que escondía dolor, repulsión, o algún sentimiento oscuro. Recordó a su madre, riéndose igual, con un dejo de sarcasmo, de burla, que para ella siempre escondió tristeza y oscuridad. Un rincón de su madre, tal vez el alma, al que no podría acceder jamás. No se imaginaba ni por asomo que el auto negro brillante estaba maldito: la persona que lo usaba se convertía, lentamente, si abusaba de conducirlo, en la propietaria. Se trataba de una simple maldición casera que había salido, contra los pronósticos previsibles, bien. Sol ni idea tenía de esto. Apenas se compró el auto, en el trabajo, una de sus compañeras, de menor rango que el de ella, de otra clase social, con un salario pobrísimo, le echó esa maldición casera, barata, sobre el auto, arrebatada por un ataque de envidia. Después, incluso, “la negrita”, así le decían a esta bruja Sol y las demás oficinistas, porque era la encargada de llevarles el café y las medialunas, ella misma lo había olvidado, así como había dejado de escupir en el cortado de Sol. Ya no sentía envidia, así de corto era el rencor de la negrita. Pero la maldición, a juzgar por la risa de Pilar, perduraba.

Felipe Hourcade

Capítulo VIII

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