Un kiosco diferente

A Guillermo

Mi padre, que algo viajó en su vida, solía decir que nunca había visto otro cielo como el de Harmonía. Creo que se refería a la intensidad del color, y a esa textura como traslúcida que a veces se percibe en nuestro cielo. Yo, que acaso he viajado un poco más que él, o en todo caso hacia latitudes más lejanas, he visto otros cielos; pero no sabría contradecirlo.

Sin embargo, si algo distinguió a Harmonía fue El Kiosco de Víctor: “un kiosco diferente”. Víctor era un hombre taciturno, parco, y parecía haberse ganado en vida su parte de eternidad. Su local era realmente diferente. Tenía allí un viejo gato capón gris pardo, que se estaba siempre echado contra la vidriera, tomando sol. Según su dueño, era un gato “corto”, pues tenía el espinazo partido al medio. A Víctor le gustaba, como a todo comerciante, mostrar su mercadería al público. Por lo tanto exhibía en la vidriera sus tartas y pasteles. Tartas y pasteles que, si a alguien se le ocurría comprar alguno, venían espolvoreados generosamente con una capa de pelos de gato. Además vendía revistas y libros usados, y los productos habituales en cualquier almacén de barrio. El local estaba mal iluminado, y la atmósfera se encontraba allí enrarecida por la falta de luz y de ventilación adecuada. Debido a la penumbra reinante a la gente le tomaba uno o dos minutos acostumbrar la vista al lugar. Había también un olor rancio persistente, mezcla de esencias atmosféricas, humanas y animales.

Una noche de primavera, mi hermano, que era vecino del barrio, entró a comprar un poco de queso cremoso que necesitaba para hacer una pizza. Encima del mostrador Víctor había colocado un trozo de papel madera ya usado, y encima de éste había un montón de cosas difíciles de distinguir desde la puerta. Una vez que su vista se adaptó a la penumbra, mi hermano saludó y pidió medio kilogramo de queso cremoso. Víctor, con el brazo extendido y sucio después de un largo día de atención al público, corrió las cosas a un costado y, con una de aquellas manos que parecían garfios, con esas uñas largas y oscuras de mugre, exhumó del refrigerador la horma de queso. Luego tomó el enorme cuchillo con el que igual cortaba un salame o un dulce de membrillo o un trozo de queso, sin limpiarlo jamás. Mi hermano, acaso demasiado habituado a los hábitos de aquel hombre, miraba con impasible consternación.

El cuchillo había alcanzado la mitad del recorrido de la horma de queso cuando otro cliente entró al kiosco. El hombre vestía bermudas color ocre sucio y una camiseta de algodón blanca con lamparones al tono con la bermuda; un cigarrillo a medio fumar le colgaba de la comisura de los labios. Se ubicó detrás de mi hermano, hacia un costado, y Víctor demoró el movimiento descendente del cuchillo, las uñas negras incrustadas en la cremosidad del queso, para mirarlo.

– ¿Tiene yerba? –preguntó el recién llegado, guiñando un ojo ante la molestia que le producía el humo ascendente del cigarrillo.

Con la mirada y las uñas y el cuchillo fijos en su interlocutor, el dueño de “un kiosco diferente” señaló con un movimiento de cabeza unos paquetes de yerba mate que descansaban en paz en un estante cercano. El hombre hizo dos pasos y tomó un paquete.

– ¿Cuánto es?

Esta pregunta hizo que del cigarrillo cayera al suelo un poco de ceniza.

– Treinta pesos –dijo Víctor, las uñas y el cuchillo aún firmes en el queso.

El otro sacó un billete de cien pesos y lo sostuvo en el aire. Víctor contempló al hombre profundamente, como si quisiera hacerle algún reproche. Luego miró a mi hermano, con cierta benevolencia desde sus ojos lúgubres, y finalmente dejó el cuchillo y hurgó en el bolsillo superior de su delantal. Extrajo un manojo informe de billetes, escupió sobre las yemas de los dedos que instantes antes habían sostenido el queso y buscó el vuelto para el otro hombre. Éste guardó el cambio y se retiró de inmediato, sin decir palabra.

Víctor observó nuevamente a mi hermano, lívido de vergüenza, y volvió a agarrar la horma de queso. Después tomó el cuchillo y se dispuso a reanudar la tarea interrumpida. Antes de volver a introducir el cuchillo en el queso comentó, enarcando las cejas:

– ¿Vio? Hay gente mal educada.

 por Sebastián Bekes

 

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