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Angina

Se despertaron alrededor de las once de la mañana; ella debía haber entrado una hora antes al trabajo, no tenía crédito en su teléfono y escribió él: Hola Matías, me desperté afiebrada y con la garganta inflamada, voy a ir al médico a hacerme ver y pedir el correspondiente certificado, espero poder ir mañana… avísame si te llega el mensaje, por favor. Disculpas. Saludos, Ana.

Él se levantó primero y puso música a un volumen bajo; Ana fue a lavarse la cara y al pasar la bajó un poco más, no se sentía bien y volvió a la cama. La canción de Harrison sería premonición. Propuso milanesas de soja con puré. Lloviznaba cuando salió a la calle a comprarlas. En la alacena hay un paquete de puré en escamas, fíjate que no esté vencido, dijo ella desde la cama, tapada hasta la pera, una perita reluciente de rocío. En el auto también puso música en la radio, y lo que sonaba acompañaba la incesante llovizna; una canción azul que jamás recordará. Compró también un Cepita de ananá, el jugo que a ella le gusta, el único, o el de naranjas exprimidas que también, pero no había naranjas en la casa, ni en el mercado, y tampoco en el asiento del auto.

Comieron cerca de la tres de la tarde. Comieron despacio. La conversación, cálida, suave, de tonos bajos. Ella tragaba con cuidado cada bocado; el puré tenía granitos de sal gruesa, quedaron dos cucharadas en la ollita. El gato azabache también masticó un poco de su alimento. La música había terminado sola. Uno de los dos levantó los platos. Los vasos quedaron en la mesa, las galletitas también. Afuera no lloviznaba entonces y hubo que entrar al gato que humedecía sus patas negras en el asfalto, antes de recostarse los dos en la cama, o los tres, con el felino secando sus patas traseras de conejo.

Volvía a llover, un poco más fuerte ahora, sonaba en la calle. Él contenía en los párpados los días que vendrían, y en la garganta el nudo de su otra angina. Que no se sentía contenta, que tal vez quisiera…, sola, en este momento…, eso, me veo en el lugar en el que estoy y no me siento cómoda. Sobre el codo, el brazo con el que envolvía como una almohada la cabeza del hombre, ella sintió la gota tibia desprendida de aquel ojo derecho que no miraba hacia arriba, o con el rabillo la planta colgando del barral de la cortina. No hubo muchas palabras, fueron ellas, y las acciones, las distracciones, las que allí los habían derivado en el correr de los días, en el correr del correr, del amor y la armonía, de la resaca posesiva de una pasión desmedida, esas cosas que hacen que, así como las nubes afuera iban diluyéndose, así en esa gota del ojo, lágrima o saliva, así los días que pronto serían los días que fueron, enredados entre los que hubieran sido y que no.

Por delante, todas las horas de la tarde y la noche cada uno las andaría, allí, allá, desanudando en una sala de guardia, parpadeando veredas y luces extraviadas en el último beso de la cama, hasta el último de todos en la puerta de la misma casa, pepitas de sal, dos semanas después.

 

Hernán Lasque

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