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Más vale pájaro en mano

A la temprana edad de once años, conducido sin miramientos por un nuevo y progresivo deseo, el pequeño Florencio fue inesperadamente captado por el onanismo.

 

Cada tarde de aquel verano de los once, Florencio, a quien su madre y sus hermanas llamaban Lorencito, concurría a la colonia de vacaciones a la cual otros tantos, entre niños y niñas de diferentes puntos de la ciudad, también lo hacían. Caminaba las catorce cuadras que separaban su casa del polideportivo, utilizando en su trayecto la sombra de cada hilera de árboles que se presentaba, eucaliptos en su mayoría, para cubrirse del sol pegador de las tres de la tarde.

 

El día de su captación, las imágenes se le desparramaron en una imprecisa continuidad de piernas, de roces y de restos de esmalte removido en pelotitas de algodón; anticipada iniciación, alertada en la insurgente prominencia eréctil que con infructuoso resultado intentaría disimular bajo la remera corta.

Primera actividad en la colonia: pileta. Natación. Así, claro que no podría. Se le ocurrió que si pudiera orinar… pero no tenía ganas. Debería inducirlo; pero, cómo. Se pegó a un árbol, recostó todo el costado izquierdo del menudo cuerpo a ése árbol. Con singular dificultad bajó un poco la malla, escuchó unos pájaros volando trinar y pensó: ¡con el chorro le podría dar a alguno en el ojo! Y se rió; sin embargo, le inquietaba sobremanera, pensando en la pileta, el gradual endurecimiento de la temática.

 

Desde hacía algún tiempo era para el niño Florencio, íntimo y exquisito goce el de frecuentar el perfumado ritual femenino de pintarse las uñas. Lo hacía en su casa. Lo hacía en casa de sus tías. Y lo hacía en casa de su hermana mayor.

Cuando después de almorzar las mujeres de la familia despejaban la mesa y se disponían a la ceremonia, invariablemente, Lorencito buscaba algo para hacer en esa rueda que se armaba: un libro, un cuaderno y un lápiz, un mazo de cartas, contar figuritas, etcétera; y respiraba de manera profusa y silenciosa en esa cápsula etérea, a veces incluso con la pera apoyada sobre la mesa, los olores y los colores húmedos, los dedos, las manos, las uñas, el rubí del esmalte, cierta sensibilidad.

Pero entonces, aquél día, alguien nueva se unió al ritual: Natalia, quince años, hija de una amiga de su tía.

Natalia no ha dejado de mirarlo desde que llegó con su madre a la casa. Lo observa como con un dejo de superación, quizá el que le concede no sólo el hecho de ser mayor que él, sino, la certeza de haberle cautivado en el instante mismo en que la vio entrar. Es un juego que ambos condicen, desde luego, y  disfrutan de jugarlo.

Ella y él levantan las cosas de la mesa. Natalia dice que prepara buen café batido. Sirven las tacitas. También ella pintará sus uñas. Se sientan el uno al lado de la otra. Ella estira las manos y sonríe. Un mechón de su pelo negro le envuelve la cara, el mentón de manera perfecta. Lo desliza detrás de la oreja antes de abrir un frasquito de esmalte. Florencio saca de un bolsillo un mazo de cartas.

Mientras delicadamente ella pone púrpura en las puntas de sus dedos, junta su pierna con la de él bajo la mesa, de la rodilla a los pies. La piel fina tan suave parece adherirse. Él sabe que no lo mira aunque le es imposible desviar la vista de sus propias manos. Mezcla. Inspira profundo y cierra los ojos, humedece las cartas y detiene la barajada: Natalia está moviendo lentamente su pierna, sin despegarla. Él, apenas levanta las cejas; o pasa una ligera mirada en los ojos de ella que no miran sino sólo sus uñas pintarse de rojo como con una lengua de gato. La mano blanca, el olor de los esmaltes y Natalia que, generosamente, adhiere el largo entero de su pierna a la de él. Consecuentemente a Lorencito le sobrevienen convulsiones en el centro y base misma de los testículos, subyugándose así a la primera maniobra endocrina de embate hormonal. La tímida secreción se produce.

 

Con un estrafalario giro lento Lorencito se pone de pie y deja la mesa. Va hasta su cuarto.  Se cambia. Se pone una malla limpia para ir a la colonia. Se siente algo confuso. Entra en el baño, mete entre otras ropas la suya y sale rápidamente. Se para detrás de la madre. Es Natalia la que ahora lo vuelve a mirar, como al principio, como cuando recién había llegado que lo miraba directo a los ojos; él procura flotar su vista sobre la mesa y no advertirla. Toma los diez pesos que su madre le pasa por encima del hombro y deja la casa. Saluda con un chau desde la puerta. El sol ablanda las piedras en la calle. Avanza bajo la hilera de árboles en el camino, sombras para atenuar el calor. La magnífica erección que ornamenta, sin embargo, es demasiado obscena como para acudir al borde de la pileta con las manos en la cintura. Por tanto se detiene apoyándose de lado contra uno de los árboles. Intenta expeler aguas para descomprimir la turgencia genital pero no lo consigue. No lo consigue y entonces, conviniendo con la soledad que lo circunda, es un impulso reflejo el que disipa las vacilaciones haciéndole sentir incluso estimulante el fortuito escenario. El follaje de los eucaliptos se estremece. Una gran nube se interpone al sol unos minutos y hasta algunas gotas caen sobre sus pies.

La tierra toda parece de pronto enfriarse. El nuevo miembro había sido finalmente iniciado y, la fruición de manifiesto en la contundente ejecución, fue claro vaticinio de aptitudes vitalicias para las prácticas.

Hernán Lasque

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