El salón estaba limpio. Unos pocos pelos en el piso; mechoncitos de gato que caían de la gris cabeza de una vieja. Una cabeza chiquita; probablemente, reducida por los años. No había mucho para cortar; algo de tintura, parches, no tardaría demasiado.
Tuvo la sensación de conocer a la señora; pero reconoció que, esa sensación, le habían producido siempre todas las viejas.
Un triangular haz de luz entraba por la ventana visibilizando los pelillos suspendidos en el aire. Los sintió en la garganta, pero evitó el carraspeo. Tanteó el billete de cincuenta en el bolsillo y se sentó, posando, suavemente, las cachas en el borde del sofá. Antes relojeó que no estuviera nada fuera del lugar en el asiento.
En las paredes pendían algunos cuadritos. Retratos de hombres y mujeres, actores y actrices de moda, deportistas, modelos con peinados que él jamás usaría. Había, también, uno de esos cascos secadores que le hacía pensar en la tele transportación cuando los veía. Un casco anaranjado con un acrílico azul tipo visera, por el cual, o se era abducido, o se terminaba ahí dentro con la cabeza cónica. Pero todo transcurrió normalmente y ninguna partícula fue desmaterializada o abducida en aquel salón. Tal vez si la simpática señora hubiera metido su jibarizada cabecita…
La vieja, pues, con su prolija cabeza gris, se puso de pie, tomó un espejito de mano y miró sonriente la parte de atrás de su corte. Hizo algún comentario, mientras el peluquero le pasaba un cepillo por la ropa, con gesto de satisfacción plena por el trabajo en su pobre cabellera. Cada tres o cuatro palabras se chupaba ruidosamente entre los dientes, como si tuviera atascado un filamento de algo. Dientes saltones, con manchitas de lápiz labial. Habló en confidencia con el peluquero y ambos sonrieron. Él, que hojeaba sin el menor interés una revista, mirando en diagonal hacia la ventana, podía verlos reflejados en el vidrio. La señora pagaba y le daba una apretadita en las manos al peluquero, quien retribuía con amplia sonrisa y buenas tardes, la espero cuando quiera. Se despidió: mi estilista preferido, dijo, siempre tan amable.
Al encaminarse a la puerta le prodigó su decrépita mirada –anteriormente lo había hecho desde el espejo-, de arriba abajo y, esta vez, de frente. Él, en línea recta, no apartó la suya. Ninguno de los dos, el menor gesto de saludo. La vieja volvió a chupetearse, deliciosamente, los dientes antes de abrir la puerta. Nunca podría cortarle el pelo a una vieja, ni tocar siquiera los pliegues de carnecita muerta detrás de las orejas- pensó-, y ese pútrido aliento de estómago en el vaho que deja suspendido en el ambiente y en todo.
Con una reverencia el hombre lo invitó a ocupar la butaca. El almohadón plano y la funda de cuerina conservaban el calor del culo de la vieja.
Pelusas, pelusillas, polillas en el piso. La menor agitación del aire y tendría a la vieja incrustada en su garganta. Gargajeó silencioso y en seco, volvió a tragar su grumo. Contrajo levemente los hombros y en acto reflejo tocó la punta de su nariz.
Había un silencioso escobillón en un rincón. El lugar en sí mismo era silencioso, la calle en la que estaba, la temprana hora de la tarde lo era.
El peluquero sacó una capa bordó de un cajón y con despliegue acampanado le envolvió los hombros. Sintió el abrojito en la nuca y la suave opresión de la pollera de raso. Deseó que todo fuera nuevo para él; el peine, la tijera, hasta el espejo. Pero tuvo que contentarse con una ligera limpieza y ver su cara en el mismo lugar que estuvo antes la de la vieja. .
El estilista tomó un cepillo, se miró al espejo y acomodando su discreto peinado dijo, ya vuelvo.
Se metió en un bañito dejando la puerta entreabierta. Al lado, otra puerta, cerrada, que llevaría al interior de la casa. Mientras esperaba hizo un riguroso inventario: cinco tijeras sobre un paño negro, dos de ellas en un estuche plateado; tres navajas; un cepillito blanco; dos rociadores; un talquero muy pituco, dos maquinitas y otros utensilios del oficio; un televisor, una pequeña radio y algunas revistas con fotos de distintos cortes, masculinos y femeninos. Mariconadas, pensó.
El peluquero salió secándose las manos con toallitas de papel. Sonaban sus pasos al caminar. Mocasines, taco y media suela. Molesto el compás sonoro del tac cototac. Se detuvo detrás, alargó la mano y tomó un spray. Roció su pelo. Instante después, tijera y peine sobre su cabeza: shhk-sksk-shhk.
En el espejo todo sucedía a la inversa. No alcanzaba a entender de qué lado de su cabeza sentía los tijeretazos. Lo único preciso era el olorcito a vieja. Parecía venir del peine. Odiaba el pelo mojado, aplastado, lengüetazo de vaca. El peluquero se dio cuenta y, juntando tijera y peine en una mano, le revolvió el pelo con una leve agitación de sus dedos.
En ese impasse fue hasta la ventana y entrecerró la persiana diciendo que entraba mucho sol. A estas horas se pone insoportable, dijo. ¿No te molesta, no? No era una pregunta sino una especie de orden para blanquear algo que pululaba en el aire.
Aprovechó la ocasión para borrarse la obstinada picazón de la nariz.
Tenés cara de estar molesto ¿puede ser?, dijo el peluquero mientras continuaba con el corte. No hablaba, susurraba. Como si en la pieza contigua, a la que daba la puerta cerrada, estuviera durmiendo alguien.
No creo que seas tímido, prosiguió, ¿hay algo que te incomode? ¿Querés que te ponga la tele, o música?
Así está bien, fue su respuesta. Y permaneció mirando desinteresadamente en el espejo, el color de la capa, el raso bordó bajando un poco las rodillas, los ojos serenos, los labios sellados; la pálida piel de su cara. El pelo frío contrastaba con el calor en la frente, las cejas tupidas picaban por adentro.
Sus pensamientos, como una bola de flipper, entrampaban cada movimiento del peluquero. Evitaba verlo. Lo adivinaba. Se miraba a los ojos como buscando una fuga interna, el retiro a un recuerdo con algo que lo ayudase: los ruidos que llegaban de la calle, algún auto en la otra cuadra, un caminante por la vereda o la puerta de vidrio verde… y se detuvo en el color de la puerta para anclar en éste lo que le llegó del año anterior, del juego en las sierras, en Unquillo, Juego de Luces y Sonidos, así se llamaba. Los grupos ya formados salían disparados en la noche a buscar una luz blanca, roja, verde; un silbato, una lata, una palabra gritada en el silencio. Ganaba el que primero completaba la lista; última de la que a su grupo le había tocado: la luz verde:
…Era de noche en el cerro, la veían, se apagaba y aparecía en otro lugar. Se escondía. Subiendo llegaron a la capilla, una cripta de base circular en la que tres péndulos operaban como sismógrafos. Entraron dos del grupo con él, pero salieron enseguida, pues les habían dicho que allí no debían ingresar y mucho menos de noche. La capilla había sido cerrada tras la muerte de quien la mandó a construir y así permaneció algunos años. La gente de la sierra cuenta que, durante la noche, las pinturas que recubren la bóveda se desprenden de las paredes. Se detuvo a mirar las figuras pintadas y ninguna parecía moverse. La luz verde había vuelto a brillar unos metros más arriba. Treparon. Él adelante. Otros fueron sumándose, incluso de distintos grupos, en busca de la misma luz. El brillo verde, escurridizo en la oscuridad, volvió a ocultarse a pocos metros. Corrió con largas zancadas entre los pastos altos, sin quitar los ojos del lugar donde la luz se había apagado. Excitado, sólo vio los dos alambres de púas cuando le rajaban la carne en el pecho y las piernas. Sangró de a chorros. Nadie lo escuchó gritar. Se desmayó casi al instante. De espalda entre los yuyos, sintió las voces de sus compañeros como en retirada y comprendió que estaba desvaneciendo. Reaccionó en una salita que estaba pegada a la capilla. Las paredes eran celestes. Al despertar, una chica que limpiaba la sangre, sin proponérselo, lo animó a sonreír.
Voy a rebajar un poco más a los costados, arremetió contra su recuerdo el peluquero. Acá ¿te parece? Se apoyó sobre el brazo, cerca del hombro.
No se movió y sintió el impune desplazamiento por todo el ancho de su espalda. Su quietud era ya pétrea, o de péndulo expectante. El peluquero prosiguió con los retoques del corte y se detuvo delante de él. Le hundía los dedos en el pelo. Dijo que tenía mucho y muy buen cabello. No dijo pelo, dijo cabello. La nariz a la altura del cinto. Pantalón pinzado. Cremita. Perfume barato de revistita en cuotas. Tomó un cepillo blanco de blandas cerdas y volvió a rodearlo quitándole pelitos de la frente y la nuca. Por último, toallita en cada mano, con la yema de los dedos limpió en un diminuto movimiento circular el interior de sus orejas.
Pelos salpicados en el piso y de vuelta a la sangre derramada en Unquillo. Su despertar y la chica. La habitación celeste. Los tres péndulos en la cripta. Oscilar entre el recuerdo y la peluquería; entre el espejo y la intimidad de su pensamiento; entre el roce de la tijera y las manos del estilista girándole la cabeza.
Al amparo de la capa, busca debajo la cicatriz de los alambres. Toca con su dedo la piel lisa de ese gusano, corpúsculo de sensibilidad imprecisa, anestesiada, ajena. Son los pensamientos y el tiempo los que oscilan. Las cinco tijeras están otra vez prolijamente ubicadas sobre el paño negro. Las del estuche plateado, intactas, relucientes, lujitos profesionales. El peluquero frota una, dos, tres, cuatro veces su navaja en una faja de cuero. Le marca las patillas, sigue el contorno del pelo toda la vuelta una vez más. Taco y se yergue. Lo ve buscar el espejito redondo. La huella encremada de la vieja sigue en el mango. No puede evitar olerlo cuando el peluquero lo ubica en diferentes posiciones para que pudiera verse. Huele a pomada; a resbaladizo.
Mirate atrás, en la nuca ¿te gusta? ¿Te parece bien?
Así está bien.
Perfecto, le dice viéndolo a los ojos, dejando el indeseable espejo.
La mano pesada sobre el hombro pequeño. Respira parejo, sin sonido. El tipo vuelve a meterse en el baño. ¡Otra vez las manos! Por el espejo, la puerta entreabierta. La de vidrio verde a la calle y la que da a la casa, cerradas. Escucha el desparejo sonido del agua golpeando las manos y el cerámico. La puerta que comunica con la casa se abre pero nadie asoma tras la mano en el picaporte; una mano fina y sin pelos, que desaparece en silencio. Él se estira y agarra las dos tijeras del estuche. Las guarda, una en cada bolsillo, para que no se choquen entre sí. Sería inconfundible el tintineo al oído del peluquero. Las aprieta tanto que las manos le sudan.
El peluquero ya está detrás de él y pregunta cómo se ve. Así está bien. Muy bien, joven. De la puerta, la mano y la voz femenina, emerge: Natalia, mi hija y ayudante. Los dejo, acaba diciendo. Y se mete a la casa por la misma puerta por la que ella acaba de entrar.
Natalia acumula fácilmente el pelo en dos partes a los costados de la butaca. Lo levanta en un palita y deja todo en un rincón. En tres pasos se para justo frente a él. Sonríe por cortesía y desprende el abrojito en la nuca. Huele a chicle de uva.
Hernán Lasque
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