Recordando a Ernest

En época de guerra, como él mismo solía decir, los amigos o conocidos se preocupan cuando alguien sale de casa temprano y, si no regresa para la hora del toque de queda, los demás comienzan a pensar lo peor. Especialmente si de tanto en tanto hay aviso de bombardeos. Aquel día lloviznaba, y Ernest había salido temprano del hotel donde nos alojábamos entonces. Éramos varios los corresponsales que estábamos allí, pero él era el único norteamericano. Siempre estaba con sus bravuconadas, su porte recio y de “macho”, y el humor sarcástico. A algunos no les caía bien, pero en general lo apreciábamos. A mí, especialmente, me agradaba su escritura y su vida de trotamundos, y en cuanto a su personalidad, podía soportarla como a la de cualquier otra persona con días malos.

El caso es que me había levantado después que él, y apenas estaba yo desayunando cuando vi que salía hacia el centro de la ciudad. No dejó dicho a qué lugar iba, ni a qué hora pensaba regresar. Yo tan sólo salí del hotel para estirar un poco las piernas antes del almuerzo, pero mayormente me quedé adentro leyendo e intentando hacer algunas notas. Para las seis de la tarde Ernest no había vuelto aún, y casi todos empezamos a mirar, cada tres o cuatro minutos, el reloj que colgaba magnánimo y estoico de la pared del salón principal, como un monarca intocable. Para las siete menos cuarto se volvió nuestra única atención, y cada minuto que agregaba lo odiábamos más. Nuestro colega no regresaba.

Habíamos empezado a formar grupos de “rescate” y a hacer llamados telefónicos para averiguar qué había sucedido o sido de él, pasadas ya las siete y media, cuando entró por la puerta como un gran soplido de elefante, eufórico y con una sonrisa de muchacho recién enamorado.

– Vaya una ronda a mi cuenta, muchachos, ¡tengo una gran historia que contar!

Se dirigió con largas zancadas hacia la barra del bar del hotel, y todos lo seguimos contentos de verlo de vuelta y rodeándolo para que nos contara lo sucedido. Bebió de un trago una medida de coñac, se le borró la sonrisa y, ceñudo, contó que todo había sucedido en el bar de Chicote, y maldijo la hora que se le ocurrió ir allí por culpa de la puta llovizna de la mañana.

– ¿Pero qué sucedió, Ernest?

Y pasó que pasado el mediodía un tipo entró al bar atestado de gente, y a modo de broma, con uno de esos aparatos de flit, se puso a rociar a los mozos que estaban atendiendo, y a algunos parroquianos. Entre los asistentes, había tres hombres de la Guardia Civil, sin uniforme, y cuando el del flit regó por tercera vez a uno de los mozos, los de la Guardia tomaron al chistoso por los brazos y lo sacaron fuera y le dieron unos golpes. Pero el hombre estaba alegre, no escarmentó con aquello y volvió a entrar, con la ropa desarreglada y un hilo de sangre que le bajaba de la boca. Levantó su aparato y salpicó en la cara a uno de los policías. De la nada y sin que nadie lo advirtiera, apareció otro hombre y le disparó a quemarropa en el pecho al rociador. Éste se tambaleó, cayó sobre una mesa y acabó despatarrado en el piso. Todo el mundo salió corriendo o se escondió como pudo detrás de las mesas y sillas. Pero no hacía falta ya, no hubo más tiros, y el gracioso había muerto.

El caso es que el norteamericano y otros dos corresponsales quedaron dentro del local, y la Guardia Civil los retuvo por más de tres horas para tomarles declaración. Desde luego, ni ellos ni nadie vio o conocía quién fue el que disparó, y seguramente el asesino se saldría con la suya. Nadie lo detuvo cuando cometió el crimen. Además se supo que el pobre hombre sólo había llenado el aparato de flit con un poco de agua de colonia; es decir, sólo estaba haciendo bromas.

– Fue horrible lo que sucedió –acotó Ernest–, el tipo sólo estaba jugando un poco, no hacía ningún mal. Pero se equivocó de lugar y de tiempo. Hay una guerra aquí, y la gente se tensa más de la cuenta. Mañana iré de nuevo al bar para hablar con el dueño y los camareros.

 

 

Y así lo hizo. Cuando lo volví a ver un par de días después de aquel suceso, me contó que había visto a la esposa del bromista: estaba destrozada y sin consuelo. Y también me dijo que tenía el título para la historia, sugerido por el dueño del bar: “La mariposa y el tanque”.

por Sebastián Bekes

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