20 años después

Daniel entró a trabajar con nosotros cuando uno de nuestros compañeros tuvo que pedir la jubilación anticipada por causa de un accidente. Daniel era un muchacho jovial y divertido, aunque también serio y formal cuando correspondía por razones laborales. Aun siendo joven, había aprendido ya los momentos en que podía distenderse y hacer bromas, y cuándo debía cambiar de actitud, de postura e incluso de tono de voz si de trabajo se trataba. En ese entonces éramos cinco en la oficina, tres hombres y dos mujeres. El tercero, Alberto (al que todos llamábamos Berto), era un hombre al que ya no le faltaba mucho tiempo para pasar a retiro, pero que sin embargo mantenía una actitud juvenil (y en ocasiones hasta infantil) en su relación con nosotros y, a veces, con los clientes. Esto último no impedía que fuera apreciado y que, en términos generales, cumpliera con su trabajo. Era el único de los cinco que entraba más tarde a trabajar, pero también el único que se retiraba dos horas después que todos.

            El ingreso de Daniel al trabajo, al comienzo, fue cauteloso, y en todo momento preguntaba lo que no entendía o no sabía cómo realizar, mostrando ganas de aprender rápido e incluso ayudar cuando podía. En los ratos de menos tareas o de cierta distensión, hacía bromas o intentaba relacionarse más allá de lo estrictamente laboral. Luego de varios meses, un día me hizo un comentario que yo tomé por casual:

            – Te digo una cosa: cuando sea mayor, dentro de 20 años, ponele, y si sigo acá, quiero ser como Berto. En serio te digo.

            Yo me limité a sonreír benévolamente, pues me pareció algo dicho por un joven sin mucha experiencia y una acotación que no llevaba más aliento que una bocanada de aire. Recuerdo que en ese momento lo miré a Berto, con su corte de pelo “juvenil y deportivo”, como él mismo gustaba llamarlo, su sonrisa pícara de adulto-adolescente y sus comentarios con doble sentido, buscando siempre la complicidad masculina y las risas amables de nuestras compañeras, casadas ambas. Consideré difícil que Daniel, aun con 20 años más, pudiera llegar a parecerse a nuestro risueño compañero.

            El tiempo pasó, igual de tenaz y duro que para todo el mundo, con sus buenas y malas, señalando las sombras que van marcando nuestros profundos pesares. Y así Alberto se jubiló y, algunos años después, yo también me jubilé. De hecho, mis dos compañeras también se retiraron del “servicio activo” casi al mismo tiempo que yo. Hicimos nuestras despedidas, y así, uno a uno, nos fuimos yendo. De aquella época sólo quedaba Daniel como el de mayor edad, acompañado ahora por otras tres personas que yo no conocía.

 

            Un par de años después de que yo me fuera de la oficina, se me dio por ir a visitarlo a Daniel, ver cómo llevaba su antigüedad laboral, cómo esperaba, ahora él, su turno de entregar el puesto. Y debo ser sincero, me sorprendió lo que observé. Efectivamente, 20 años después, mi antiguo compañero había logrado terminar pareciéndose a Berto, con el corte de pelo, las mismas actitudes y comentarios, hasta la misma forma de vestir y de hablar que usara éste cuando trabajábamos juntos. En un momento de la charla le hice esta observación sobre su aspecto similar, y Daniel, sonriente, me dijo:

            – Viste, viejo, ¿qué te dije yo hace 20 años? ¿Me creés ahora que yo iba a ser como Alberto?

            No pude hacer menos que darle la razón; el esfuerzo por semejarse había dado sus frutos. Aunque no le dije, claro, lo que había sido de su “doble” y de cómo había terminado sus días. No creo que eso le hubiese gustado. En el fondo, Daniel seguía siendo aquel muchacho jovial y divertido, aunque también serio y formal. No valía la pena amargarle la mañana, la charla estaba tan linda.

por Sebastián Bekes

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