“Así sucede en Rundevoll” – episodio 10

              Dormir es siempre una actividad arriesgada. Dormir en un determinado lugar, con una determinada persona, o en un determinado tiempo, contrae una necesidad imperiosa de confianza. Uno debe confiar ciegamente en que no quedará desprotegido, en el amparo del sueño, ante ese frente a quién duerme. Nadie puede defenderse en sueños, nadie puede atacar, ni siquiera rogar por piedad… Qué es dormir sino confiar en que, al levantarse, todo será igual (o incluso mejor).

              Dormir en Rundevoll es siempre una actividad arriesgada. Rundevoll no respeta las leyes humanas ni de la lógica. Aprovecha los momentos de la noche, donde los habitantes duermen, para causar estragos sin razón. Uno se duerme sabiendo que al despertar puede encontrarse con un cambio de ropa: el pijama que lo abriga esa mañana es distinto al que tenía al acostarse. Hay gente que asegura haberse despertado y encontrar en su casa personas que no deberían estar allí. Otros, incluso, atestiguan haberse despertado en casas que no eran las propias, al lado de mujeres desconocidas, causando la ira de maridos posesivos que despotricaban contra ellos cuando volvían del lugar donde se hubieran despertado esa mañana. Yo, por mi parte, aprendí a dormir sin confiar, porque esta ciudad no busca ni merece confianza.

              Pero hubo un día en que en Rundevoll las cosas cambiaron rotundamente para los habitantes. Sucedió durante el sueño, como no podía ser de otra manera, aunque no logro figurarme cómo. Al levantarme de la cama, luego de desayunar, me dispuse a salir a buscar mi bicicleta para comenzar la ronda de trabajo. Recién allí pude darme cuenta de algo, un detalle, que se encontraba en todos lados. Todo era gris. No existían colores. Incluso yo mismo, mi ropa, mis ojos, todo era gris. Olvidé el asunto de la bicicleta para dedicarme a caminar por la calle, preguntándole a la gente, pidiendo explicaciones, pero a nadie parecía importarle. Algunos incluso me miraron casi ofendidos por el hecho de que yo pidiera un porqué. Otros aventuraban alocadas conjeturas, como que la ciudad estaba cubierta por una niebla gris que nublaba a los habitantes con algún objetivo siniestro. Sin embargo, ninguna conjetura sería tan alocada como la realidad. Todo era gris.

              Al principio parecía una vida normal, pero sin colores. La gente andaba, trabajaba y se relacionaba de la misma manera, a pesar de que los semáforos estuvieran inutilizados. Pero todo eso no tardó en cambiar: primero la gente dejó de leer. Lo sé porque intenté seguir con mi vida y con mi trabajo, pero nadie compró los diarios que vendía. La gente no leía libros, ni revistas, ni carteles. Dejaron de leer. Luego, empecé a notar cada vez más silencio y más distancia entre las personas. No interactuaban entre sí, ni tampoco hablaban, todos caminaban sin decir una palabra. Con el tiempo dejaron de hacer ningun tipo de ruido. La niebla había sumido todo en un silencio mortal.

              Yo ya no sabía cómo levantarme a la mañana y ver esas escalas de grises, sentía que me estaba volviendo loco. Lo bueno es que Rundevoll, así como hace, deshace, sólo que a veces espera el momento adecuado. Mi momento fue crítico, pero efectivo al fin. Mientras caminaba sentía el sudor recorriendo mi espalda, el aire pesado, el silencio atroz. Pero al levantar la cabeza la ví: una muchacha joven poblada de todos los colores que a la ciudad le habían arrebatado. Su pelo largo color rojo delataba su condición, pero nadie parecía con fuerzas para prestarle atención. La perseguí incansablemente hasta dar con ella. Al darse vuelta fijó sus ojos en mí, y me arrojé a sus pies, llorando desesperadamente, jadeando, todo esto sin emitir un solo sonido. Ella me levantó del brazo y caminamos hacia mi casa. Estaba agotado, pero me dio a beber agua, me acostó entre las frazadas y pronunció las primeras palabras que oía, quién sabe en cuánto tiempo: “mañana será mejor”. Al día siguiente me desperté en mi casa, el tiempo parecía haberse reanudado, los colores habían vuelto, la vida estaba allí. La muchacha no, pero ya tendría tiempo para buscarla, luego de que buscara mi bicicleta para salir a ver si todavía había gente dispuesta a leer algo.

 

por Juan Zimmermann

 

“Así sucede en Rundevoll” – episodio 11

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