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Así sucede en Rundevoll

“Así sucede en Rundevoll” – episodio 3

Como la sorpresa constante acaba por no sorprender ni un poco, supe habituarme a los sinsentidos que dominan estas tierras. Ya no me sobresaltaba la idea o el hecho de encontrarme cara a cara con escenarios absurdos o devenires esquizofrénicos. Por ejemplo, ya no gasto tiempo en investigar las nuevas puertas y habitaciones que, de la noche a la mañana, aparecen en mi sucio apartamento. Incluso deseché los almanaques que tenía: viendo que ayer fue 11 de enero, hoy 27 de noviembre y mañana 17 de mayo, juzgué que su presencia en mi vida era inútil.

Ese día decidí salir a buscar algo que me haga pasar el tiempo un poco más rápido todos los días, ya que incluso escribir mis versos sueltos me producía aburrimiento. Quise buscar un trabajo que ocupara mi tiempo, y caminé hasta encontrar un cuartucho que funcionaba como puesto de diarios, revistas con recetas de cocina, folletos y alguna que otra novela de la que nunca escuché hablar. Charlé con el puestero, y me propuso con cierto entusiasmo ser su repartidor de periódicos. Me indicó dónde podía encontrar a un amigo suyo que poseía un modesto alquiler de bicicletas. Quería pasear y conocer la ciudad que me tocaría recorrer en mis próximas travesías mercantes, y me marché prometiendo devolver la bicicleta al cabo de una hora. Me lancé a andar por la ciudad, perdiéndome entre grandes edificios, locales comerciales y gente de todo tipo, pero nada llamó más mi atención que una enorme estación, con una gran cúpula y elegantemente ubicada en una esquina del paisaje, como una postal antigua. Fui acercándome al lugar y pude apreciar garabatos escritos con aerosol en las paredes: la mayoría eran corazones y nombres entrelazados. Más cerca de la entrada, se podía leer escrito en obscena tinta roja: “¿Sentiste alguna vez lo que es tener un corazón roto?“.

              Acabé entrando a esa estación, justo en el momento en el que el ferrocarril ingresaba al andén y abría sus puertas. Ahí estaba yo, una cara confundida entre un mar de semblantes tristes y agobiados. Se acercó a mí un payador, armado con una guitarra de sólo 5 cuerdas, y procedió a despejarme las dudas: ese que veía era el Tren de los Desolados. Era llamado así por la cultura popular, ya que formalmente era el Ferrocarril Coronel Molina, y contaba con una sola parada en todo el trayecto: esa. Algunos habladores con tintes de poeta dicen que el ferrocarril es como la vida: uno se sube y da vueltas por todos lados, ve diversos paisajes, conoce gente, pero al final siempre vuelve al lugar de donde salió, donde se baja o es obligado a bajarse. Los más racionalistas lo ven simplemente como un medio de transporte inútil, pues se paga para perder tiempo yendo al mismo lugar de dónde se viene. Este debate se retoma cada noche en bares y antros, pero, al igual que el mismo tren, la discusión termina como comenzó: en la nada.

Entusiasmado, el payador me relataba que los únicos que hacían buen uso de la formación eran los jóvenes hastiados y despechados por algún desamor, que aprovechan el trayecto del tren para mantenerse en silencio junto con otra gente que corre una suerte similar a la de ellos. Quizás ese consuelo de saberse distantemente acompañados es lo que mantiene vivo al ferrocarril. Al final del recorrido, algunos incluso encuentran el amor en otra persona igualmente despechada que se sentó a su lado, por lo que vuelven a la estación solamente a vandalizar la pared e inmortalizar sus nombres, entre risas y murmullos.

Me subí al próximo tren, como no podía ser de otra manera. Pensativo y movido por esa extraña magia, viajé por toda la ciudad, admirando sus pasajes y sus intersecciones. Cuando bajé, en el mismo lugar donde había subido, volví a tomar mi bicicleta y me eché a andar buscando al hombre para devolvérsela, pero ya no había rastro de él. Comprendí que no volvería a verlo. Pensé que heredé esa bicicleta de él, y la usaría todos los días para pasear por Rundevoll. Y quizás, ocasionalmente, usaría el tren.

por Juan Zimmermann

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