Los días pasaron y supe yo adecuarme a las calles taciturnas que recorría todas las mañanas con mi bicicleta, a la vez que me hacía cargo de la responsabilidad que tengo con cada vecino de Rundevoll que espera comprar el diario para leerlo mientras toma el desayuno o viaja hacia su trabajo. De más está señalar el carácter lunático de las noticias que allí se redactan. Me preguntaba yo, mientras desandaba las calles, si los lectores interpretaban las noticias como verdaderas informaciones, o si sabían leerlas como quien lee una novela.
Esa mañana, cuando tomaba la avenida Romanovich, a mi llamado mercante respondió un hombre totalmente borracho, a quién divisé sentado en los escalones del pórtico de una antigua casa. Sabía yo que allí funcionaba una humilde casa de empeño, que no había abierto aún. El pobre hombre, desalineado y sucio, compró un ejemplar. Apenas si era comprensible lo que hablaba, pero inmediatamente volvió a sentarse en el escalón, y se dedicó a leer.
El resto de la mañana transcurrió normalmente. Para el cabo del mediodía ya había logrado vender todos los ejemplares, y me encontraba igualmente cansado que satisfecho. Resolví entrar en un bar para saciar mi hambre y descansar un momento. Mientras me ocupaba mi tarea de ocio, anotaba en mi libreta mis versos sueltos en endecasílabos, pero aún sin lograr formar un poema concreto.
Me distrajo el sonido de la puerta, y más temprano que tarde reconocí al hombre que entraba: era el mismo ebrio de esa mañana. A pesar de que entró tambaleándose, y de que casi se desploma encima de una mesa, nadie parecía hacerle caso. El hombre no tardó en identificarme, y, para mi sorpresa, tomó asiento a mi lado. Acto seguido, pidió un vaso de cerveza. Intenté persuadirlo de que ya había bebido demasiado, pero no hubo caso.
El hombre hablaba: con voz ronca y lastimosa me contaba que no tenía trabajo ni familia que mantener. Según él, lo había perdido todo, mas yo desconocía la causa. Mientras me relataba la historia de su desdicha, fue pasando de cerveza a vino, de vino a whisky y de whisky a ginebra. Dos hechos me impedían decirle que pare: primero, estaba demasiado absorto en su relato, esperando el momento en que me revelara el motivo de su desgracia; segundo, a medida que más alcohol ingería, su voz iba perdiendo el tinte roñoso y arrastrado que caracteriza el habla de los borrachos. Luego de haber tomado indiscriminadamente, sus ojos habían recuperado el brillo, hablaba elocuentemente; su espalda se irguió e incluso las arrugas de su ropa y el mal olor habían desaparecido. Parecía un hombre nuevo. Su historia desembocó en el tan esperado final: me contó que todo era por una mujer y una ciudad. La había conocido en un bar y había decidido entregarle toda su vida, pero ella lo rechazó. Un círculo vicioso comenzó con esa negativa: él la veía cada día en el bar, y se emborrachaba llorando sus penas. Tal fue su estado que un día, la muchacha, cansada de su penosa presencia, lo maldijo y desapareció. El círculo a partir de entonces corrió en sentido contrario: él no la vio nunca más, y raramente podía buscarla, pues siempre se encontraba borracho a causa de la maldición. Sólo con la ingesta de alcohol podía asegurarse unos momentos de lucidez, que aprovechaba para salir a buscarla.
Con una presencia impecable y una pulcritud envidiable, el hombre se levantó luego de haber vaciado cuatro botellas y media de distintos licores. Me dijo que el tiempo apremiaba y que debía seguir con su empresa para encontrar a su amada y enamorarla, o en el peor de los casos, que rompiera el conjuro, y salió por la puerta. El hombre se fue sin pagar.
Esa noche tuve la primera pesadilla.
por Juan Zimmermann
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