El día había empezado lluvioso; de hecho, llovía a cántaros: todo indicaba que sería un día casi sin alumnos en la escuela. Efectivamente, así fue. Apenas 17 alumnos en total asistieron en esa jornada escolar. De ese modo, fue un día tranquilo en cuanto a bullicio y posibles incidentes entre los niños. La oficina de preceptores, así, no sólo estuvo ocupada por éstos, sino que se fue llenando también de profesores que cumplían su horario pues no tenían educandos a quienes dar clase. Pero así también, a media mañana se fue vaciando de gente, ya que la mayoría se marchó o directamente no entraba casi nadie ya. Sólo quedaron los preceptores y dos o tres profesores más.
Una de las profesoras que había quedado fue Jazmín, quien, entre otras cosas, contó que el fin de semana anterior había tenido una avería en el coche en mitad de una ruta a varios kilómetros de la ciudad, y que, afortunadamente, su hermano había podido auxiliarla trayendo el automóvil a la cincha. Fue entonces que se me ocurrió preguntarle cuántos hermanos tenía, y así supimos que tenía una hermana y dos hermanos. Como nota agregada, comentó que ella y los dos varones eran los mayores, y que la hermana era más chica y había llegado a la familia “con retraso” unos cuantos años después. Acaso fue el día lluvioso, o la tranquilidad que se mecía levemente por la sala, o sólo el recuerdo que surge espontáneamente, pero el caso es que Jazmín se puso a contar algunas anécdotas de cuando ella y sus hermanos eran chicos, de cómo jugaban los tres juntos en el fondo de su casa paterna, cómo trepaban los muros de los vecinos para cruzar a un baldío a jugar, o cómo, semejantes a arañas apoyando las manos y los pies en las paredes del hueco de una claraboya, pasaban por ésta y subían al techo de la casa para mirar el paisaje urbano que los rodeaba, y más allá, en la mera distancia pura y horizontal, cual presencia mágica observándolo todo, el río y su corriente impura y sus verdes meandros.
Después habló Ruth de su infancia, y habló también de algunas historias de la niñez en casa de sus padres, y de cómo, a la hora de la siesta, extorsionaba a los dos hermanos mayores para que la dejaran jugar con ellos y hacer sus mismas travesuras, o de lo contrario amenazaba con contar todo lo que hacían a los padres que, en esos momentos, generalmente aprovechaban para dormir un rato. Desde luego, la argucia de contarlo todo surtía su efecto, y siempre terminaba logrando su cometido de que la aceptaran en el juego o la travesura.
La lluvia amainaba de a ratos, y se dejaba sentir una brisa fresca que entraba por la ventana a medio abrir. La charla continuaba su ritmo memorioso cuando noté que Lisa, otra de las preceptoras, se mantenía distante con sus papeles y, de tanto en tanto, mirando o escribiendo en el celular. Parecía no querer participar. En un intento o deseo de incluirla, le pregunté a ella directamente por sus hermanos.
– ¿Eh! –fue la contestación inicial, saliendo de su ensimismamiento.
– Perdón, que ¿cuántos hermanos son ustedes?
– Ah, somos siete; bueno, éramos…
Entonces se hizo un silencio penoso, y mientras las mejillas se le encendían a ella, yo anhelé que se abriera el suelo y la tierra me tragase. Intenté disculparme por la interrupción y la pregunta.
– Está bien –me dijo, sin pena ni tristeza ya–. Sucedió hace mucho, no tenías cómo saberlo.
Y así, con voz lenta y tranquila como la mañana que transcurría, con la precisión que da el tiempo y la repetición de lo oído y contado cien veces, Lisa nos refirió cómo el hermano inmediato que la precedía había fallecido siendo niño, ahogado sin aviso e irremediablemente en aquel mismo río de distancia pura y presencia mágica, ahogado en su impura corriente.
por Sebastián Bekes