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Murciélago

Mira por la ventana. Nadie en el pueblo. Domingo, todos al lago Cual ubicado a veinte quilómetros de la última casa. La suya, frente al muelle. Tres de la tarde. El planeta podría partirse como una nuez seca. Él también, su cabeza podría, hostigado por la mayor resaca en siglos. No se siente. Seguro. Seguro de. Como una dislexia sus ojos confunden, o todo lo ven como en una pintura del cubismo. Y también las palabras, y también el silencio. No se siente. No y el sol aplasta quietud de árboles, hojas que brillan y se opacan, reflejos. Brillan se opacan, brillan. Se opacan. Atravesar la calle y luego remar un poco. Fuego de sol inflama ojos puestos en el muelle que parece desvanecerse. Desvanece incandescente en lentejuelas de agua, o de plano en la piedra que también es del agua, así como el río es de la piedra. No reacciona. Toma una jarra con agua de la heladera. Bebe cinco largos tragos, vuelca la jarra dentro del sombrero y baja a la calle. Corre. Escalera desciende a los botes. Inclinado sobre el agua vuelve a llenar el sombrero y le chorrea por la cara, la nuca y la espalda. Puede verse el apenitas vapor emanar en sus hombros, los brillos de la luz en el agua y no se atreve a ver más allá del ala inmóvil sobre la frente.

Va a remar hasta el bote.

Rema. Trepa a la popa y entra, busca las pastillas en el-un-algún cajoncito. No. Intenta recordar dónde pudo-puede-haberlas ¡encontrar! Revisa cada rincón. Nada. Suda. Salta de la popa a la chalana y rema otra vez lo más fuerte que puede hasta las escaleras del muelle. Sube corriendo la escalera que desciende a los botes. Vuelve a atravesar la calle. Muerde una gota de sangre como si fuera un confite. Llega a la puerta. Está de vuelta. Jadea y se mira las manos que se absorben y descarnan contra los huesitos en cada falange, hundiéndose como gusanitos en uniones de baldosas. Salta cinco escalones hasta la habitación. Lo sabía, dice sosteniendo un frasco vacío, algún día no las iba a tener: Inmunoresak.

Después de dar vuelta la habitación y el baño y cada uno de los cajones que hay en la casa, se quita las ropas y sale desnudo a la calle. Nadie en el pueblo. Domingo, tres de la tarde, el mundo por explotar y toda la gente en el lago Cual, a veinte kilómetros de la última casa, la suya frente al muelle. Camina y su espalda evanece un denso vapor. Se para en la cornisa. Abajo las aguas parecen aquietarse aún más. Extiende los brazos y levanta los ojos y toda su cara contra el sol. El sol lo quema, le abre el pecho, se le pega al cuerpo y comienza a derretirle la piel. El río parece mirarlo, los reflejos en el agua, como una acuarela, endulzan en el recuerdo de su boca un charquito de saliva bajo la lengua. De los pies se levanta el fuego que enseguida lo envuelve en llamas que doblan su talla. Arde. Desaparece en las llamas. Una mancha negra queda en la piedra, cenizas que no, que no vuelan, y al suelo caen, invisibles.

Hernán Lasque

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