No hay fin siempre hay más – Capítulo III

            En una de sus fogosas andanzas por el barrio, Chita fue a parar a la casa de Jalo y Sol. Sucedió en un instante, la gata se coló a través del garaje mientras el portón automático se abría o se cerraba, sin que Sol lo notara, mientras estacionaba el auto negro brillante, después de su clase de tenis. Mientras bajaba, Chita se metió sin que se diera cuenta. Estaba tan distraída… Venía pensando en su profesor de tenis, en sus brazos largos y ágiles. El barrio en el que se encontraba la casa de Jalo y Sol, era también el de Delia. Uno de los pocos del pueblo ubicados en el centro.

             Chita acostumbraba a vagar por el barrio, y se coló al garaje sintiendo la presencia de otro animal en celo. Cuando Sol bajó del auto, se metió apresuradamente, sin que ella lo notara.

            Hasta que no hubo ruidos, no pasó nada. Chita empezó a maullar después de varias horas de encierro. Justo cuando Jalo destapaba una botella de vino, Pilar apoyaba el celular en su falda, boca abajo, y Sol distribuía canelones con salsa en los platos. Al principio fue una suerte de silbido bajo. Los tres lo sintieron pero ninguno dijo nada. Después, cuando escucharon el maullido de un gato y, seguidamente, las corridas y toreos de Moro contra la puerta de la casa sí dijeron cosas, levantándose de la mesa los tres al mismo tiempo.

            —¿Un gato? ¿En el garaje? Pero justo ahora que estamos comiendo, la puta madre, se va a enfriar y va a quedar horrible esto —dijo Jalo y, sin soltar la copa de vino, se acercó a la puerta.

            —Rarísimo —dijo Pilar, mientras contestaba mensajes.

            —A ver, me fijo, vos quedate acá si querés —le dijo Sol al marido, que igual la siguió atrás. Moro corría y toreaba entre sus piernas.

            Se sorprendieron, después de mirar hasta en el baúl, al escuchar que los maullidos provenían de la parte delantera del auto, y no precisamente de abajo de los asientos. Más bien en la parte del capó o del tablero. Jalo abrió el capó, agarró una linterna de la repisa del garaje, y miró el interior. Nada, che, dijo. Sol le sostenía la copa de vino, sin soltar palabra. De a ratos, tomaba. Moro, parado en el asiento delantero, ladraba sin cesar contra el volante, como si fuese un micrófono y él estuviera dando una conferencia.

            —Ay, por qué ladra así este perro —dijo Pilar, acercándose al auto. Cuando vio la posición en la que se encontraba Moro y lo que estaba haciendo, agregó—. ¿Y en el tablero?

            Ustedes ya lo saben, la mentira tiene patas cortas. En este triángulo familiar, uno mentía desde hacía tiempo. Jalo. Le ponía pastillas al vino, esa era su mentira. Era un adicto. Pero con el accidente saltó la ficha. Los dos cayeron al mismo tiempo. Él terminó desplomado sobre el capó, y su mujer desmayada en brazos de Pilar. Le había puesto dos pastillas a su copa de vino. Mientras él revisaba el auto, Sol tomó de la misma copa. Siempre le ponía una pastilla, pero esa noche había decidido redoblar la dosis. Estaba nervioso, y quería calmarse. El secreto, bien disimulado hasta ese entonces, explotó ante la vista de todos. Aunque mejor sería decir ante la vista de Pilar, y de nadie más. La copa de vino voló por los aires, y acabó estrellándose en el medio del pecho de Jalo. Ni se movió, de tan drogado. Algunos trozos y pedacitos de vidrio quedaron sobre su camisa color blanca, manchada ahora de vino tinto. Moro, a todo esto, siguió impasible ladrándole al volante, y la gata maullando dentro del tablero.

            Si bien el secreto de Jalo saltó frente a sus ojos, Pilar no sospechaba en la posibilidad, tan remota que ni le sonó en el cerebro, de que el accidente podría haberse provocado por la mezcla de pastillas con vino. Demasiada información para una chica que está concentrada intercambiando mensajes con su novio enojado porque ella demora en contestarle. Tal era el vicio del celular, la ficción que ella y Martín, su novio, creaban a través del chat, que se detuvo en el pasillo, entre tanta tragedia, para mandarle un audio no sé qué pasó, pero estábamos por comer cuando escuchamos el aullido de un gato, y cuando fuimos a ver… ¡venía del garaje! El ruido, quiero decir. ¿Entendés? Re loco. Y más todavía cuando vi que Moro no paraba de ladrarle al volante. Como mis viejos no encontraron al gato adentro del auto, ni en el baúl, mi papá se puso a mirar en el capó, no encontró nada y lo cerró… por suerte, porque no va que lo cierra y ¡pum! se cae desmayado arriba. Mi vieja también se desmayó, encima. Bueno, te dejo que estoy por echarle un poco de agua a mamá en la cara, a ver si reacciona. En un rato te hablo, besitos.

Felipe Hourcade

Capítulo IV

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