No hay fin siempre hay más – Capítulo IV

Pilar arrastró a su madre hasta el baño, abrió la canilla y la acomodó en la bañera. Antes, tuvo que quitarle la ropa. Le dio mucho asco, pensó en cómo se lo contaría a sus amigas y a Martín. Ni siquiera se le ocurría callarse la boca; es más, ahora, con el accidente, tenía para dar charla durante unas cuantas semanas, hacerse un poco la víctima con sus amigas, la triste con el novio. Sol recibió las gotas de la ducha, tibias, en la cara, y se despertó. En el garaje, persistían los ladridos del perro y el maullido del gato. Andá a fijarte tu padre, ya estoy mejor, le dijo Sol a Pilar.

            Abrió la cámara del celular. Sacó una foto: el cuerpo de un hombre, entre gordo y flaco pero con músculos fuertes, canoso, de sesenta años, desparramado sobre el capó del auto negro brillante, de alta gama. Si no fuese por los aspectos femeninos del auto, las curvas refinadas de las obleas, los detalles en rosa debajo de las puertas y de los paragolpes, los asientos con piel de yaguareté, el alerón con alitas de ángel en la parte trasera, tranquilamente podría ser el vehículo de Jalo. Pero no. Demasiado gay para un hombre de negocios. Ahora está en mangas de camisa, con una mancha de vino en el centro del pecho y otras en forma de gotitas alrededor, retratado vergonzosamente por su hija. Rodeado, su cuerpo, por pequeños fragmentos de vidrio. Ahora, inmortalizado en una fotografía. En el interior del auto, Moro sigue ladrándole al volante. Podría ser una pintura de arte contemporáneo, pero no. Es una imagen que va directo a un chat de whatsapp y que, probablemente, se pierda en la siguiente marejada de mensajes. Pilar se la envía a Martín. No sé qué hacer, escribe. Ahora voy para allá, responde él. 

Varias personas lo acompañan, lo que es extraño. ¿Habrá buscado a las chicas? se pregunta Pilar. No, piensa, imposible, si a ellas les acabo de avisar recién. Y él me dijo que hace media hora salió. ¡Vos tenés a mi gatita! le reprocha, empujándola, una nena de diez años con un vestido floreado que se adelantó el resto del grupo. En la esquina del semáforo de calle La Rioja me preguntaron si había visto una gatita así, dijo Martín y con la cabeza indicó hacia la foto que sostenía la nena. Pensé que a lo mejor… Sí, ya entendí, respondió Pilar, de mal humor porque traía desconocidos a la casa. Y sus dos padres, para colmo, incapacitados. Del asiento del acompañante, bajó una señora de bastón, con anteojos oscuros al igual que su piel, y el pelo enteramente blanco, con un vestido floreado, como el de la nena pero más oscuro, azulado y brilloso. Del asiento de atrás, se bajó un hombre flaco, de bigote blanco, con un jardinero de jean y una caja de herramientas en la mano, prolijo. Además, llevaba borcegos negros y una gorra verde. Somos los padres de la chiquita, dijo la señora. Parecen más bien los abuelos, pensó Pilar. Como el chico, tan amablemente,  empezó la vieja, como si tuviese todo el tiempo del mundo a su disposición y a unos pocos metros de distancia no estuviese ocurriendo una catástrofe, nos explicó que a vos se te había quedado, no sé cómo, ni quiero saberlo mirá, con todos los problemas que trajo, continuó apacible mirando hacia el cielo, hacia el sol, protegida por sus anteojos negros, a mí se me ocurrió que a lo mejor era nuestra gatita, bueno, la gatita de la chiquita, viste, y que quizá, si Dios quiere, podemos ayudarte a sacarlo, porque mi marido es mecánico, y bueno si no es la gata de la nena… ¡Sí, sí es! Vos me dijiste que es, le gritó la nena.

            Después de que la mujer bajara a Moro del asiento delantero, el perro empezó a lamerle la cara y el cuello. El mecánico apoyó las herramientas al costado de la puerta del conductor y, acomodándose la gorra, dijo voy a ver qué se puede hacer con esto y desapareció en el interior del auto. Martín y Pilar cargaron a Jalo y lo llevaron hasta el baño. Sol ya se había recuperado del todo y estaba en la pieza. ¿Qué pasó ahora, quién vino? la escucharon gritar. A la rastra, metieron al cuerpo de Jalo en la bañadera. Lo dejaron tendido en medio del suelo y se pararon al lado del extenso lavatorio de mármol.

            —Necesito pedirte un favor —bufó Pilar, restregándose los ojos y despeinándose con la mano—. Ya lo hice una vez y no pienso hacerlo de nuevo.

            —¿Qué cosa?

            Pilar movió la cabeza en un gesto negativo cuando escuchó que Sol le gritaba podés venir para acá a explicarme qué pasa pendeja de mierda.

            —¿Lo podés desnudar? Ya tuve que desnudarla a mamá, y me dio muchísimo asco. Ahora, también me daría…Vos sabrás, es…

            —No hace falta que me expliques —dijo Martín, de pronto serio como un soldado—. Me encargo. ¿Lo meto en la bañera después? Si es que no se despierta antes.

            —No creo que se despierte antes. Voy a ver qué quiere la rompe bolas de mamá y después nos vemos en el garaje. Dejalo en el agua, pero que no le dé en la boca ni de lleno en la cara.

Felipe Hourcade

Capítulo V

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