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Literatura

No hay fin siempre hay más – Capítulo VI

no hay fin siempre hay más
"No hay fin siempre hay más", novela en entragas de Felipe Hourcade (Ilustración de Daniel Mendoza)


Hay que ser sutil y discreto en el acto del amor, había leído una vez Martín, en la prehistoria de su vida, y la frase se le había grabado a fuego en la cabeza. Con el paso del tiempo, la fue modificando, buscándole vueltas, nuevos giros posibles. Pero también rebelde, le agregó. Hay que ser sutil y discreto en el acto del amor, pero también rebelde. Anotó la frase en un papel y lo pegó en su escritorio, donde solía estudiar y hacer los papeles del trabajo que le quedaban pendientes —era el secretario de un contador del pueblo. El genio dionisíaco del joven era más fuerte que cualquier otro tipo de energía que rozara su caparazón de hijo de millonarios del siglo veinte explotadores de campos y obreros. Por eso, después de pasarle la bola de humus a su novia, le bajó el corpiño y apretó sus tetas. Las succionó con la mano como si fueran masas para hacer tortas fritas, e hizo lo mismo con la boca. Volvió a besarla y, atontado por la pija dura, le metió una mano debajo del jean, intentando tocarle la concha. Pilar le paró el carro.

            —No te zarpés —le dijo, en susurro, sacándoselo de encima; de pronto parecía enojada, pero no con su novio—. No están durmiendo, nos van a escuchar —Martín se acomodó en la silla que ocupaba antes y, alarmado ante la situación, no sabiendo bien qué hacer, sacó de sus bolsillos dos chocolates Kinder.

            —Acá está el postre —dijo.

            —No estoy para chistes, pelotudo, guardá eso —contestó Pilar, enfrascada en su celular, sin siquiera haber mirado lo que su novio le mostraba. Martín, hijo y continuador de la maestrita obediencia, guardó los chocolates.

            Mientras él se quedó paveando, mirándose en el espejo que estaba frente a la mesa, sin saber qué hacer, si quedarse o huir, ella se tiró en un sillón y no sacó la vista del celular por un rato largo. Martín salió a fumar dos veces. A la tercera, decidió decírselo de una vez por todas. Fue más fácil de lo que pensaba.

            —Espero que no te moleste, pero me voy. Ya es tarde y estoy cansado —le dijo.

            —No, para nada. Vamos, te abro —contestó ella y, de pronto apurada, algo nerviosa también, agarró las llaves y fueron hasta el garaje. Afuera, en la calle, había una neblina densa. Hacía frío. Pilar lo despidió rápido, sin solemnidades, para volver adentro, al lado de la estufa y del celular. A Martín, tosco como era, se le ocurría que ella se había enojado, pero prefirió no decirle nada. Se introdujo en el auto, bajó la ventanilla y prendió un cigarrillo. Después arrancó. La saludó moviendo la mano, pero Pilar ya se había metido a la casa sin que lo notara.

            Un gustito agrio en la boca, fruto de un despecho irrazonable que sentía. Martín bajó por Asunción hasta el fondo y dobló por la calle de la costanera. En uno de los carritos que se alineaban, uniformados por distintas marcas de cervezas o hamburguesas, compró dos latas de Heineken. Apoyado en el capó del auto estacionado, bebió una, espaciando con precisión el tiempo de los cigarrillos. Dos por lata. Bebió la otra y decidió volver a su casa. Ya está, pensó mientras se metía en el auto. Dio la vuelta completa a la costanera. Fue hasta la rotonda del fondo y volvió. Le gustaba pasear solo. No andaba nadie, además. Así que Martín aceleraba tranquilo, subía el volumen en sintonía con la velocidad. A punto de pegar la vuelta por la calle que lo terminaría conduciendo a su casa, sintió que un rayo de energía se le colaba entre los huesos y siguió derecho, rumbo a los carritos. Compró dos Heineken más, pero esta vez decidió beberlas en el camino. Pensaba hacer de nuevo la vuelta completa a la costanera.

            Llegando a la rotonda del fondo, la niebla que cubría hacía rato al pueblo, con mayor densidad que en otros puntos en la costanera, al lado del río, se volvió de pronto más espesa que nunca. Literalmente, una cortina de niebla blanquísima, que se volcaba desde el cielo hasta el asfalto donde el auto de Martín se deslizaba, parecía impedir el paso. Parecía formada por partículas de polvo de hadas. Y perlas, perlas brillantes amontonadas, inseparables las unas de las otras. Pero Martín, que justo empinaba el codo, en vez de frenar, como cualquiera que se encontrara en su situación, aceleró y subió el volumen de la música. Atónito, pensó que alucinaba. A los costados, mientras el vehículo se deslizaba a una velocidad cósmica, bosques negros, con lianas colgando, se extendían infinitamente. Entre los ramajes y los arbustos, Martín vio que Pilar estaba atada a un árbol, y que varios negros la rodeaban locos de lujuria. Estoy bien, escuchó que le decía ella. La miró. Tenía los ojos tranquilos, como si supiera a la perfección en qué clase de asuntos estaba metida. El auto atravesó la cortina de niebla y, acto final, se introdujo en un agujero negro que se abría y tragaba las vacas, los perros y las casillas que rodeaban la rotonda del fondo de la costanera.

Felipe Hourcade

 

Capítulo VII

 

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