No hay fin siempre hay más – Capítulo VIII

En el séptimo día, después de crear el mundo, Dios descansó. Vaya saber uno dónde. No fue así el caso de Martín. Que también podría haber descansado; en su casa, plácidamente, después de cenar y tener relaciones sexuales con su novia. Pero no. No fue a descansar, porque la velocidad, el choque de su auto contra la cortina blanca, y su posterior introducción en el agujero negro lo llevaron al Infierno. ¿Qué más se podría esperar de un joven despechado conduciendo a altas velocidades por la noche, medio borracho, sin mirar hacia adelante? Siempre hay que mirar para adelante. Jamás dejarse llevar por los impulsos del despecho.

    Del otro lado, las puertas de la percepción de Martín se abrieron dándole paso a multitud de imágenes que vaya saber uno de dónde provenían. Quizá de su sucio y nunca bien cuidado inconsciente. Quizá eso, tan simple y distorsionado, era el Infierno. Bosque negro, en lo profundo. Martín se levanta y empieza a caminar. Antes se desprende de unos pastizales que sujetan sus tobillos. Cuando los mira, de cerca, para desatarlos, parecen manos. Pero una vez deshecho el nudo retroceden con espanto. Empieza a caminar, aterrado por la oscuridad del ambiente y sus sonidos. El ulular de los búhos, la crepitación de las hojas con el viento, el chillido insoportable de los murciélagos planeando cerca de su cabeza, y el chisporroteo de unos insectos muy extraños que, intermitentemente, producían luces, semejantes a bichitos de luz pero más grandes, con las dimensiones de un halcón. Distraído por mirar los Cielos, Martín se chocó de cara contra un árbol. Terminó sentado contra él, medio tumbado. No solo era pésimo para manejar vehículos, sino también para manejar su propio cuerpo. A decir verdad, el descenso —es un decir, no sabemos en qué dirección iba el agujero negro que tragó a Martín; en última instancia, además, el arriba y el abajo no son relevantes— al Infierno le bajó las energías. Como si acabara de tener un accidente. Más todavía, como si estuviera internado en la sala de un hospital, en terapia intensiva, porque tuvo un accidente. Allí está Pilar, claro, fue la primera en llegar. Le da un beso en la frente. Está dormido, dice. La muy estúpida, pensó Martín, mientras observaba cómo un bichito se la daba contra el árbol. Lo puso entre las palmas de sus manos e intentó mirarlo de cerca. Difícil, por la espesura de la oscuridad que poblaba al bosque del Infierno. Los ojos de Martín, azules, brillaban y tenían las venitas rojas. Los ojos locos del despechado, del alcohólico, del accidentado. El insecto chisporroteó, prendió el buen par de luces que tenía a sus espaldas y emitió un silbido largo y agudo. Más largo de lo que hubiera querido Martín, porque el sonido le rompía los tímpanos. En un momento se hartó e intentó matarlo. Fue en vano, intentó pisarlo hasta que las tripas se le salieran por el estómago, de despegarle las alas, de apagar su luz refregándola contra la madera del árbol, pero nada. El insecto era inmune, inmortal. Recién ahí, Martín sintió miedo y se preguntó en qué clase de lugar se encontraba. Necesitaba que alguien le diera explicaciones, pero apenas si había vida alrededor. Todos los seres vivientes que había visto, hasta el momento, eran voladores.

    Martín obtuvo explicaciones apenas el insecto terminó con el silbido. Pero no en forma de palabras, como hubiera querido, sino a través de una sucesión de imágenes. De pronto, a la velocidad de la luz, aparecieron dos murciélagos desde la copa del árbol, agarraron unas cuerdas con sus manitos y ataron a Martín al tronco. Con fuerza, para que no se quedara quieto. Después, se acomodaron uno en cada lado, de brazos cruzados y luciendo sus trajes negros. Iguales a los patovicas del Mundo, pensó Martín. Frente a él, tumbado y maniatado contra el árbol, comenzaron a sucederse las imágenes. La densa oscuridad se diluyó. Apareció un estrecho arroyo y, en sus inmediaciones, otra orilla, la continuidad del bosque oscuro. Ahí, en un árbol similar al que Martín se encontraba, Pilar era torturada por la vieja bruja y el mecánico de bigote blanco. Al lado del grupito, la nena mecía a la gata en sus brazos. Riéndose como Gardel. Petrificada en ese gesto. Pero peor, sin gracia. Con una sonrisa platinada de malignidad espeluznante. Martín sintió un horror tan profundo que cayó al instante, desmayado. Enfrente, la vieja bruja y el mecánico de bigote blanco le daban latigazos a Pilar, desnuda, con hojas de palmeras. Clara como el interior de las almendras, la piel de la chica se tornó púrpura. También cayó desmayada. El arroyo se desvaneció y la oscuridad recobró su espesura, volviendo invisibles los movimientos, la luz, las emociones, los gritos, las sombras.

   Piensa Martín, desvanecido en el bosque oscuro del Infierno.

     Afuera está ella esperándome, con un ramo de flores amarillas como el chisporroteo del insecto, sonriendo con la benignidad de una monja, vestida de blanco, perfumada de olor a jazmines, inmaculada, siento su mano tocándome la cara ahora mismo, pero no puedo dar con ella, por más fuerza que haga, por más que lo intente, agarra mi mano y la aprieta, intento responder a su llamado de atención pero no hay caso, es entonces cuando comprendo que estoy muerto, horriblemente muerto, y que ella prefirió velar mi cuerpo a cajón cerrado. Para ser la última en despedirse de mí. Al final, en el fondo, era tierna. Chau, Pilar.

Felipe Hourcade

Capítulo IX

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