En el Infierno, Martín seguía atado a un árbol. A los costados, arbustos, juncos y más árboles, enfrente el arroyo y después la continuidad del bosque, los árboles en donde, hacía un rato, Pilar había sido azotada por la negra vieja y el mecánico de bigote blanco mientras la nena acariciaba a Chita, la gata. Los murciélagos y los búhos, al igual que las imágenes proyectadas un momento antes, también desaparecieron. No había nada, ni nadie. Silencio absoluto. Martín pensó que quizá le convenía meditar un poco, tal como se lo había enseñado Sol, cierta vez que él le había dicho que estaba mal de los nervios. Pero así como lo pensó se le vino un dolor incontrolable en el estómago. No era hambre, era algo peor que el hambre. Sintió garras y dientes filosos en la panza, como si un tigre le comiera las entrañas, sintió que su cuerpo se comía a sí mismo. Vio cómo ciertas partículas devoraban a otras; un plasma morfa otro plasma incorporándolo; los recursos energéticos almacenados durante años se vuelven indispensables; la boca regurgita los jugos gástricos, los descomprime, los devuelve a su lugar de origen: el aire; algunos de los jugos gástricos se transforman en pedos de colores que salen disparados por el culo de Martín y chocan contra el árbol, esfumándose entre la espalda y la madera, entre el hombre y el árbol del infierno, entre la mortalidad y la inmortalidad. Después, la visión. Y la noche brilló.
Solo un par de sueños, para que la noche, esa materia tan gastada, pudiera brillar. Las imágenes se sucedieron del otro lado del arroyo. Martín maniatado contra el árbol todavía. Y allá, Pilar con la cabeza contra un árbol, recostada, Sol refregándole las tetas, Pilar chupándoselas, y Jalo penetrando a Sol, cerrando el núcleo familiar, la cadena. Mientras la hija se embebe de los senos de su madre, la madre es penetrada por el padre; en sincro, en fusión: la monogamia de la clase alta. Martín, en el Infierno, pudo ver la verdad. Pero no la comprendió. Es un sueño, se decía, es un sueño. Total, después, del otro lado, de lo que había visto, ¿qué perdura? El resto de conexiones entre elementos dispares, lo solitario del movimiento que une los puntos, el carácter suspensivo de una historia terrorífica que no logra concentrarse; entre todo eso y más, ¿qué perdura? Nada, acaso. Durar qué significa. Ahora, al menos, nada.
Mientras tanto en el Mundo, Pilar zamarreaba del hombro a Sol, camino al auto, atravesando la playa de estacionamiento soleada y desierta, a excepción de una ambulancia con la mitad de los adhesivos comidos por el tiempo y dos remises con los conductores dormidos, diciéndole mamá vos sabías, si sabías ¿por qué no dijiste nada?
—Nunca pensé que iba a terminar matándose, y menos de esta manera —le dijo Sol, harta, desprendiéndose del brazo para abrir la puerta del auto.
—¿Y entonces?
—Entonces nada, hija, lo único que te puedo decir con seguridad —continuó Sol, mirando a su hija, severa— es que, desde la primera vez que lo vi entrar, con vos, en casa, juntos, de la mano, recién enamorados, ahí esa vez que también estaba la abuela, viva todavía, que en paz descanse, y que Ori, tu hermanita, era bebé todavía, ese día, bueno, apenas lo conocí, noté en él la tristeza. Este hombre, sin pensar en vos, me dije, no puede amar a nadie sin morirse antes. Este hombre no se ama, pensé. Me acuerdo patente, hija. Pero de ahí a advertirte algo, viste…
Así que allí estaba la fórmula de todo, del origen de sus familias, de su estirpe dorada y azul extendida en las historias y los cuadros de una cultura torpe y escasa como la de cualquier otro pueblo, pero allí estaban, dibujando fórmulas sintéticas, sencillas: el padre, primogénito, crea a la madre penetrándola; la madre da luz al hijo, siempre y cuando permanezca penetrada por el padre; el hijo recibe la leche de las tetas de su madre, inyectadas por el semen de su padre.
Así, podríamos decir también que la literatura es una sola historia; se repite, se repite y se repite, como el sexo y su reproducción especial (de especie); pero se repite con variaciones. Reacio al ejemplo, sugiero que ustedes mismos formulen sus modificaciones o, hilando fino, traducciones. Una misma historia contada de maneras diferentes —¿cuántas veces se dijo esto ya, si no con las mismas, con idénticas palabras? Así, lo mismo, ahora, pero ya que estamos… El padre que penetra a la madre y la madre que a su vez amamanta al hijo podrían representar, tranquilamente, al sector conservador no solo del arte, sino sobre todo, y particularmente, de la sociedad. (Estoy refiriéndome, en realidad, a lo mismo). Ese sector de cuarta que consume los programas de chimentos, las revistas asfixiadas de publicidades y ropa interior, el baile y la música rústica, de rutina para los que viven del gobierno, de burla, de discriminación y hasta de sentimiento de superioridad, por parte de ellos, los que están acostumbrados a consumir. Al día siguiente, total, nada: el quincho sin botellas, con olor a jazmín, los ceniceros, relucientes, en el secaplatos, todavía húmedos de limpieza al igual que los vasos, el pasto escurrido, ídem el baño y, más precisamente, el inodoro, libre de cualquier rastro de vómito. La casa, impecable. Los jóvenes, los hijos, los adolescentes, los gurises, los pibes, ya saben, hechos pedazos, arruinados por la resaca, inmóviles e inservibles, inútiles para una sociedad que busca satisfacer la sed. La sed de alcohol, la sed de la noche anterior. La sed impaciente, con patas cortas, que no sabe esperar hasta mañana y ni siquiera hasta el próximo minuto.
Felipe Hourcade
Capítulo XI