Ni el llanto de un recién nacido abandonado en una canasta, ni los ojos del perro que espera a su dueño desde hace años en la estación, ni la sensación del que abandona el pueblo y junto a él a sus padres y a sus abuelos, ni la débil voz del que mendiga, ni la pobreza del que vende pañuelos, curitas y biromes, ni la miseria de los villeros en las casillas de madera desplegadas detrás de las vías montadas sobre el terraplén que su madre le mostraba, días después del velorio, diciéndole hija, podrías tener una vida peor, la consolaban a Sol de la muerte de su novio, Martín. De haberse enterado que él había ido a parar, no al Cielo como pensaba ella y su familia, sino al Infierno, quizá se hubiese suicidado o comenzado a drogarse. Pero no. El duelo que la atravesaba, inocente en el Mundo, en cambio, era silencioso, razonado. Estaba preocupada, no dejaba de preguntarse qué podía hacer para aliviar el dolor que le producía la ausencia de Martín. No era de pensar mucho, pero en estos momentos, la cabeza le iba a mil. Por lo pronto, decidió abandonar las pasarelas hasta recuperarse emocionalmente, como había dicho la psicóloga y Sol. Desde que había empezado a tener una relación seria con el ahora finado, a Pilar le repelía todo el asunto del modelaje. Ya no se sentía cómoda. Había perdido el encanto, no era lo mismo de antes. No posar ante los fotógrafos, vestir la ropa de última moda y desfilar, nada de eso se había modificado. El problema empezaron a ser los managers, los empresarios, los publicistas de artículos cosméticos, los fans, los chicos jóvenes, millonarios, que la esperaban a la salida de los desfiles pidiéndole una noche a cambio de una suma importante de dinero, era eso lo que la había cansado: los hombres acosándola todo el tiempo.
Saturada del ambiente, decidió pasar tres meses en la casa de campo de su padrino, Juan Ignacio, el hermano de su padre.
—Siempre hay una pieza lista para mi querida ahijada —solía decirle, cuando se lo cruzaba en el hipermercado del pueblo o cuando Jalo lo invitaba a comer asado en la casa. Juan Ignacio es impecable, pensó Pilar acostada en su cama; los ojos, celestes, destrozados de tanto llorar, irreconocibles. Le alcanzó con abrir la cámara frontal del celular para decidirse. Caminó hasta el living, con los pelos revueltos, hecha una zaparrastrosa, sucia porque hace una semana, de lo deprimida, que no se bañaba, donde sabía que estaban sus padres mirando la televisión.
—Me voy a ir al campo del padrino —sentenció, detenida bajo el umbral. Jalo, que hacía zapping, dejó el control remoto sobre la mesita. Sol, en otra, levantó la cabeza del celular.
—Bueno, hija. ¿Ya hablaste con él? Te va a hacer bien ir, para despejar un poco la cabeza —le contestó Jalo, con una voz dulcísima de apacible; ¿y a este qué mierda le pasa? pensó Pilar. Arriba de la mesita había una botella de vino. Pobre, ni se imaginaba que su padre le había echado cuatro miligramos de clonazepam a la copa.
—No hace falta que le avise, creo. Siempre que lo veo me dice…
—Que tiene una pieza lista para vos, en el campo, para cuando quieras —completa Sol—. Sí, yo lo escuché decirle. No creo que tenga problema, aparte él está tan solo allá…
—Están los peones y los caballos y las vacas —ladró Jano, de pronto celoso. —¿Cuánto tiempo te pensás quedar, hija?
—Tres meses.
—¿¡Tres meses!? Es una locura. Para qué tanto tiempo, me pregunto —dice Jano.
—No entendés vos, ¿no, papá? Se acaba de morir mi novio.
—Tiene razón, Jano —intervino Sol—. Son difíciles los duelos. Dejala que vaya tranquila, el tiempo que se le cante. Total es lo mismo, acá no hace nada.
—Me voy a llevar al Moro —dijo Pilar, levantando al perro que, a todo esto, estaba acostado entre la mesita y el televisor; con el único ojo que tenía, miraba la pantalla—. Él también tiene que curarse.
Felipe Hourcade
Capítulo XIV