La inundación que acabó por clausurar la circulación de los trenes en Concordia, se desató apenas dos meses después de inaugurada la represa hidroeléctrica. En vez de cruzar a Salto en tren, como se acostumbraba, flotando encima del río Uruguay, traqueteando, los habitantes del pueblo se vieron forzados a cruzar por la ruta que, instalada la represa hidroeléctrica, se expandía sobre ella. En vehículo o a pie, todo el mundo se acostumbró al cambio y pronto, tras más inundaciones, las vías del tren acabaron por convertirse en una ruina a la que nadie accedía. Un puente colgante oxidado, capaz de provocar la muerte, al que solo se asomaban adolescentes a fumar porro, o turistas a sacar fotos.
—¿Me podés explicar por qué querés que tiremos las cenizas de Martín en ese nido de faloperos? —le recriminó Sol a Pilar, mientras le alcanzaba una taza de té de manzanilla. Estaban las dos a la mesa, frente a frente. Solas, porque Jalo estaba trabajando. A todo esto, Pilar se había tomado unas vacaciones en el campo de su padrino pero no pudo recuperarse. Seguía destrozada por la temprana muerte de Martín.
—Él me dijo que…
—¡Pero, hija! —Interrumpió Sol—. Hija, querida, ya está.
—Me lo dijo hace mucho. Vos no estabas, papá tampoco. Solo él y yo. Como cuando se aparece en mis sueños. Al lado de las vías oxidadas, Martín me preguntó si quería ser su novia. Después nos quedamos ahí un rato, hasta el atardecer. Ya era de noche cuando, antes de irnos, me dijo eso.
—¿Qué?
—Si algún día me muero, tiren desde acá las cenizas al río.
—¿Y la familia de él? ¿No aparecieron todavía?
—No, ma, ya te conté. Antes de volver a casa, en la cocina de la estancia del tío, la negra Popi, después de atender varios bocinazos que yo escuché mientras ella terminaba de servirme las tostadas y el té, volvió con un jarrón de mármol negro. Lloraba. Qué te pasa, le dije. Es para vos, me contestó, y después de dejarlo sobre la mesa salió disparada a continuar con sus labores. Entonces yo salí corriendo para afuera, esperando encontrar al auto que había tocado la bocina girando hacia la tranquera, huyendo. Con la esperanza de encontrarme con el padre o la madre de Martín. Pero no. Cuando salí no había auto, y la tranquera estaba cerrada con candado. Uno de los peones, instalado con el mate, terminó de confirmarme que se habían ido tan rápido como habían llegado.
Martín le había dicho a Pilar que tirara sus cenizas al río desde las vías oxidadas, sí, pero no en la vida real, como ella creía, sino en un sueño que había tenido noches atrás, mientras dormía en lo profundo, en la pieza que su padrino tenía siempre lista para ella en la estancia. Era la misma escena que ella le relató, luego, a la madre; la tarde que pasaron juntos al lado de las vías, el comienzo del noviazgo. Pero en el sueño Martín no tenía un aura blanca, de santo, alrededor, como ella creía recordar mientras hablaba con su madre, más bien lo contrario: el cuerpo de Martín se desintegraba a medida que pasaba el tiempo del sueño, fugaz, y el aura que lo rodeaba era roja, roja y negra, y Martín tenía, además, un ojo parlante en el hombro izquierdo, que no dejaba de agitar sus pequeños bracitos musculosos.
Capítulo XVI