Recuerdos del barrio

La esquirla de la metralla le había atravesado el muslo, por fortuna más cerca de la rodilla que de la ingle. Como primera medida le habían hecho un torniquete sobre la herida. Dado que el dolor era muy intenso le habían inyectado una dosis de morfina, y tenía otra a mano por si el dolor continuaba. Era extraño para él, y además le causaba fastidio, pero ellos hablaban del dolor como si hablaran del deseo sexual, o de tener hambre.

Cuando comenzó a caer el fuego de metralla, y aunque buscó ponerse a cubierto rápidamente, no pudo evitar que una esquirla lo alcanzara. Tal vez, incluso, habían sido dos. No estaba seguro, pero sospechaba que le habían tocado el hueso de la pierna –¿el fémur, no?–,  y si no estaba roto, al menos lo habían astillado. Lo que sí sabía era que estaba perdiendo mucha sangre, y eso no era nada bueno. El torniquete no lograba parar la hemorragia. De todas formas, entendía que sí era bueno que aún estuviera consciente, a pesar de la hemorragia y la morfina. Pero se daba perfecta cuenta de que el efecto de esta última combinado con el de la pérdida de sangre lo llevaba lentamente al encuentro de Morfeo. No quería dejarse ganar por los pases de ese dios –¿o semidiós?–, y resistía tenazmente. Finalmente, sin embargo, se fue dejando vencer, y fue quedando a la deriva en el mar de la inconsciencia. A lo lejos, como si vinieran de una costa lejana, escuchó voces. Esas voces roncas, difusas, indistintas e indiferentes hablaban de operar, y también de cortar algo. Remando con fuerza en su sopor, logró arrojarles algo, que salió como una bocanada de aliento: “No se les ocurra… les advierto… no me corten… no… la pierna… no…”. Vagamente alcanzó a oír una respuesta: “Quéd…se tranq…lo… desc…se… nadie… va a hac…le… ada…..” Y ya no pudo escuchar más. Morfeo lo requería.

Lo primero que hizo al entreabrir los ojos fue buscar su pierna. Aún estaba allí. Se sentía como dentro de una nube muy oscura y densa, y no podía distinguir nada. Evidentemente ya se ha hecho de noche, pensó para sí. En seguida vino alguien, una mujer aparentemente, y le tocó la frente con la palma de la mano. Era una mano tibia, con un olor suave y fresco. Intentó tomar con su mano esa otra mano que parecía querer cuidarlo, pero no tuvo fuerzas suficientes. Luego le pusieron algo en la boca, algo con una punta roma, fría, metálica. Poco después se vio corriendo en la plaza del barrio, allá en su pueblo de siempre. Corría detrás de una pelota, y había otros chicos también. Era una tarde de sol, pero no hacía mucho calor, como si fuera primavera –sería en primavera–. Podía sentir el olor del jacarandá y del jazmín, y hasta la arena pedregosa de la plaza bajo los pies. Se sentía fuerte, vigoroso. De pronto se vio persiguiendo un perro por la calle, y de inmediato reconoció al animal, Casina, la perra de Don Lucrecio. El animal era una mezcla de collie con callejero, mayormente blanco, con manchas marrones y rubias.

Volvió a abrir los ojos para ver a una mujer parada junto a la cama. Era rubia y vestía un saco blanco con dos bolsillos sobre el pecho. De uno de ellos sacó un tubito, y con una sonrisa en sus bellos labios quiso acercarlo a la boca del que estaba en la cama. Él corrió la cara, pero ella lo tranquilizó: “No se preocupe, no es más que un termómetro”. Su voz era tibia y suave, como sus manos.

– Y mi pierna, ¿cómo está mi pierna?

– Mejor, bastante mejor. Al menos por ahora se la pudieron salvar.

– Al menos por ahora…

– Sí…, pero usted no se preocupe. Está en buenas manos.

 

Sintió la tibieza de las manos de la mujer junto a su mejilla y su boca, y quiso besarlas. Pero hábilmente las manos –quiero esas manos– sólo retiraron el termómetro, y luego se alejaron dejando un vacío frío y amenazador.

Lentamente trató de mirar a los costados, y comprobó que las camas a los lados estaban desocupadas. Las tres que podía ver directamente enfrente de él estaban igual de deshabitadas. Tan sólo en un rincón de la sala, contra la pared, se percibía el débil resplandor de una luz, y apenas más acá resaltaba algo como una persona dándole la espalda. Dispuesto a mantenerse despierto, se puso a mirar el cielorraso, que, por otra parte, estaba lleno de manchas, y muy curiosas. Así descubrió el perfil de un gato con la cola alrededor de las patas, una cabra saltando un vallado o un seto, una nube con amenaza de tormenta eléctrica. Más tarde giró un poco y observó el piso con mosaicos negros y blancos, pero no vislumbró allí nada de mayor interés. Apenas jugó un rato con un poco de tamo que se dejaba manipular mansamente con un mero soplo de aliento. Luego, cansado y de mal humor, se tendió otra vez en la cama.

Una vez más estaba en la plaza del pueblo, pedaleando en un triciclo. Ahora hacía calor, y él andaba de bermudas y una remerita toda anaranjada con oscuras manchas de suciedad en los rebordes de la costura. El triciclo sólo giraba en círculos, cada vez más concéntricos, y un poco más allá, sobre una mínima elevación cubierta de césped, se encontraba su padre –papá–, austero en el vestir y con gesto duro, expectante. En ese momento el padre lo llamaba, dando gritos sordos, acallados. Y aunque él no podía oírlo, sabía que debía acudir hacia la figura paterna, que ahora lo convocaba vivamente ante él. Pero ocurría que, de hecho, sólo pedaleaba con una pierna, puesto que la otra la tenía rígida, como inservible – no puedo, papá, no llego –. Entonces sobrevino un cambio. Ya no estaba más en la zona de los canteros, sino que estaba en un costado de la plaza, sobre la vereda, y en su primera bicicleta. Venía en bajada, a cierta velocidad. Un instante después, y sin poder hacer nada, perdió el control de la bicicleta y se precipitó contra el suelo.

El niño, mientras era llevado medio inconsciente, sentía un fuerte dolor en la pierna. En la estrepitosa caída el manubrio de la bicicleta se le había incrustado en la pierna, cerca de la rodilla, y al parecer le había quebrado el fémur y estaba perdiendo bastante sangre.

– Papá, ¿qué me pasó?

– Te fracturaste el fémur, hijo.

– ¿El qué?

– El hueso de la pierna, hijo.

Ya en el hospital, y con una fiebre delirante, se imaginó luchando en una batalla, en la cual era alcanzado en la pierna por el fuego de metralla. Aunque la herida le hacía perder mucha sangre, se esforzaba en demorar la angustia de perder la pierna. Así y todo, lo envolvía el dulce contento del héroe herido. Antes de desvanecerse, unas manos de mujer, cálidas y sedosas, le acariciaron la frente y las mejillas.

Despertó angustiosamente sofocado, con pánico casi. En su desesperación, buscó penosamente entre las sábanas hueras donde debía estar su pierna herida. No encontró demasiado, apenas un muñón –estoy tullido, papá–, y mientras una gran lágrima triste perforaba su alma de niño grande, en un rincón de la sala, contra la pared, como lejos del mundo y de la realidad, asomó el débil resplandor de una luz clara, armoniosa. Al cerrar los ojos para que la pena fluyera libre, desahogada, quiso volver a estar en la plaza del barrio, y también con su padre.

 

por Sebastián Bekes

bocaaboca

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