Existe una diferencia fundamental entre vivir en Rundevoll y formar parte de Rundevoll. Comencé a reflexionar sobre esto el día que conocí a mi nueva colega en el noble oficio (que yo ya me animo a llamar arte) de repartir periódicos montando una bicicleta. Esta hermosa mujer apareció un día en el cruce de dos callecitas perdidas, repartiendo entre las casas ejemplares del mismo diario que yo repartía (el único que se imprime en la región). «Esta es mi zona», fue lo único que me dijo. Acto seguido me guiñó el ojo y siguió pedaleando en dirección a la avenida De La Ciénaga. No hace falta decir que esos gestos mínimos y dulces palabras lograron cautivarme por completo.
Estaba convencido de ir hasta las últimas consecuencias para conseguir su amor, pero poco fue el diálogo que logré establecer con ella. Apenas una vez, a fuerza de engaños y excusas, logré persuadirle de que me cumpliera un favor: que dentro de su ruta incluyera mi casa, y que me dejara un ejemplar del periódico del día cada mañana. Sin hacer muchas preguntas accedió, por lo que yo cada mediodía al volver de mi jornada laboral juntaba el diario, como un ritual, y me disponía a recorrer las páginas con mis dedos examinando minuciosamente en busca de cualquier detalle, cualquier escrito que pudiera pasar por una declaración de amor de mi amada. Esperaba en vano encontrar alguna señal dejada adrede por el objeto de mi deseo, pero tal cosa nunca ocurrió.
Fue entonces que me convencí que para “formar parte” de Rundevoll hacía falta no solo mirar atentamente las locuras de sus habitantes o intentar explicar las incoherencias de su día a día, sino implicarse, salir a la calle a recibir golpes sólo por el gusto de sentirse vivos y parte de algo, arriesgarse a cometer actos y locuras varias. Convencido de los resultados que esta fórmula le había proporcionado a los habitantes de la ciudad, resolví cometer la incoherencia más grande que se me ocurriese, con tal de acercarme a ella. Fue entonces que, fruto de un impulso, aproveché una mañana en que ella se encontraba repartiendo periódicos e ingresé furtivamente a su casa por una ventana mal cerrada. Luego de echar un vistazo, me escondí al sentirla entrar. Así comencé a convivir con ella: escondido en su propia casa, la miraba desde las sombras tomando todo tipo de recaudos para que no me descubriese. Por la noche dormía en el baño; antes de que ingresara para lavarse los dientes por la mañana, yo me mudaba hacía la cocina, y antes de que quisiera prepararse el desayuno yo ya me había trasladado hacia el living. Jamás entré a su cuarto para intentar no violar su privacidad.
Pasado un tiempo, comencé a sentirme cómodo con mi vida de intruso, sobre todo por la creciente sensación que me decía que ella sabía mi secreto y lo ocultaba por el aprecio que le tenía a mi invisible presencia. Estaba seguro de que se había convertido en un juego íntimo, solo nuestro, donde ella fingía desconocer mi presencia y yo fingía no estar en el lugar, sin que ninguno cometiera el adulterio de revelarse ante el otro.
Sin embargo, hubo un día en que no la escuché levantarse. Me quedé en el baño, pensando si estaría enferma o sólo durmiendo hasta tarde. Pasaban los minutos y yo ya pensaba seriamente en romper nuestro pacto y salir a su encuentro. El paso del tiempo quemaba, y cuando ya no pude contener mi recelo salí de mi refugio sólo para encontrarme con una casa poblada por su ausencia: no habían rastros de mi amada. Parecía haberse fugado por la noche, llevándose algunas cosas, dejando otras atrás, entre las que me cuento yo mismo. Sobre la mesa vacía, encontré el diario del día con una nota escrita sobre él que decía “fueron las mejores semanas de mi vida, pero lo nuestro es imposible”. Pronto me encontré saliendo hacia la luz del sol nuevamente que me encegueció por un momento, hasta que al fin me acostumbré.
por Juan Zimmermann
“Así sucede en Rundevoll” – episodio 13
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