Un día de estos, mientras miraba en dirección al río desde el puerto que suelo visitar, reflexionaba acerca de la naturaleza de los encuentros. Uno se encuentra gente a diario: en algún medio de transporte público, haciendo compras en algún mercado o en cualquier esquina que la ciudad de Rundevoll propicie para ello. Sin embargo, muy pocas veces nos detenemos a conocer a esa persona que fortuitamente, entre tantas personas y probabilidades, cruzó su camino con el nuestro. Quizás por falta de tiempo o simple indiferencia, no nos paramos a admirar esa maravilla de la estadística ni intentamos darle un sentido de destino a esas que todavía no me resigno a llamar casualidades.
Todos estos pensamientos me hicieron recordar una frase que escuché en un sueño, pero aún no puedo recordar quién la había pronunciado: “toda mujer que pase frente a nosotros sin detenerse es una historia de amor que no ha de concretarse nunca”. Decidí desechar esa frase de mis pensamientos por considerarla imposible de materializar: no se puede ni siquiera intentar llegar a algo con toda mujer que se presente por ser una traición al amor propio: mejor saber esperar a ir por la vida dejado el corazón de propina en cualquier parte.
Cuando ya caducaban estas ideas en mi mente, me llamó la atención un puesto de libros usados, no muy lejos de donde yo estaba. Me acerqué más por curiosidad que por gusto por la lectura, y lo primero que advertí fue un mendigo que se encontraba cerca de allí. Al verme comenzó a reír a carcajadas. Luego me miró fijo, y me dijo: «hay un alma buscándote, es hora de empezar a buscarla». Aunque me puso nervioso en ese momento, terminé rápido mi empresa y compré un libro, y me dio vergüenza pensar que lo compré sólo por gustarme el diseño de la tapa.
Cuando esa misma tarde, ya en mi casa, comencé a leerlo, me percaté de un detalle infaltable en la compra de libros usados: estaba totalmente rayado con lápiz en casi todas las páginas. Me convencía de que era el encanto natural de los libros usados mientras intentaba hojearlo. Pronto comencé a fijarme en la letra: era una inconfundible caligrafía femenina, y allí recordé las palabras del mendigo, y comencé a obsesionarme. Me causaba gracia y a la vez intriga ciertas anotaciones de la señorita al margen de las páginas: eran reflexiones profundas sobre el tema tratado en esa página. La antigua dueña evidentemente tenía un gusto particular por la filosofía. Algunas veces, no obstante, no coincidían nuestros pensamientos, y me veía en la lamentable obligación de tomar un lápiz y expresar mi desacuerdo en el lugar que me quedaba del margen. Tal era mi obsesión que recuerdo un día en que leí, en la parte baja de una página, cerca del numerado, una frase que me encolerizó. La antigua dueña había escrito “hay cosas más importantes que los pensamientos, como lo son las acciones concretas”. La indignación que produjo en mí fue devastadora: ¿cómo una acción concreta puede ser fundada sin un pensamiento o una reflexión que le preceda? Esa noche mi enojo fue tal que me fui a la cama sin despedirme y no volví a leer el libro sino hasta una semana después de lo acontecido, arrepentido de mi cólera y convencido de que la diferencia de opiniones es sano en cualquier relación de pareja, mientras sea planteada y tomada con respeto.
Finalmente volví a mi práctica habitual de dialogar con sus notas, hasta darme cuenta que terminé leyendo más las anotaciones alrededor del texto que el texto en sí. Devastadora fue mi expresión cuando me descubrí terminando el libro, pero por cosa del destino o voluntad de Rundevoll, en la última página encontré una dirección anotada junto con las que serían las iniciales de la autora de las notas que tanto me había enamorado por su letra solemne y su pensamiento sin igual: «L.C, Mandeb 217».
No habré tardado más de diez minutos en llegar al lugar, pero me encontré nada más que con una casa abandonada a su suerte: la puerta estaba abierta y no había más muebles que un colchón en el piso, con el mismo mendigo de hace días atrás sentado en él. Al verme, rió aún más fuerte que la primera vez, y me dijo «te estas acercando, no dejes de buscarla».
por Juan Zimmermann
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