“Así sucede en Rundevoll” – episodio 6

              Poca gente se imaginará los placeres que mi trabajo supone. Hace un tiempo que estoy radicado (y más que radicado, absorbido) en esta extraña ciudad, y ya me identifico como su repartidor de periódicos. Todas las mañanas hago alarde de mi posición desfilando por las calles, acudiendo al llamado de todo aquel que quiera adquirir un ejemplar para leer sus extrañísimas noticias.

              Como supongo que sucede en todos los trabajos, existen días buenos y días malos. Hay veces en las que la gente de esta ciudad pareciera no estar interesada en nada de lo que pasa allí, por lo que avanzo desgarrando mi garganta en vano sin que me compren ni siquiera los desocupados que suelen sentarse al pie de la vereda a leer los clasificados.

              En esos días, tristes para mi negocio, me contenta el poder pasear con mi bicicleta, ver la gente pasar y sentir el viento recorrer mi rostro. A veces, siento que admiro el mundo como si estuviera fuera de él, como si fuera un fantasma que vaga sin intervenir en el cotidiano de nadie. Otro aspecto bueno de estas desafortunadas mañanas, es que le deja lugar a mi pobre arte. Así, cuando me aburro de girar por la ciudad, suelo acudir a un pequeño parque cercano a un muelle, donde me siento a alimentar a los pájaros y a escribir mi vulgar poesía a la sombra de un árbol.

              Fue un día en que se me acercó un hombre a hablarme cuando todo dio un giro. Lo había visto caminar nervioso por las inmediaciones del parque, con un lápiz y un papel en la mano, como buscando algo que se le había perdido. Me dijo que era un marinero, que en unas horas volvía a partir en su barco, y que estaba escribiéndole a un viejo amigo que le hizo una canción. Él, a su vez, quería responderle con un poema, pero este estaba incompleto y no podía terminarlo. Al verlo, adiviné su forma de soneto, al cual le faltaban tres versos. Él vio que yo también escribía, y le dije de mi problema: escribo infinidad de versos sueltos, pero jamás puedo fusionarlos en un solo poema. Sin embargo, le dije que quizá podía ayudarlo. Me dejó revisar mis notas hasta que di con tres versos que se ajustaban perfectamente a su poema, completándolo de manera maravillosa. El joven marinero salió corriendo a enviar la carta, encantado y agradecido. Incluso, antes de partir, insistió en pagarme, pero lo persuadí de que se le hacía tarde, y se marchó.

              La voz se corrió, y la siguiente vez que volví al parque cerca del muelle me encontré con gran cantidad de poetas desafortunados que pedían mi auxilio. Varios eran marineros, apurados por escribir coplas de último momento a sus amantes fugaces. Otros, simplemente almas empedernidas o demasiado enamoradas de quien no les convenía. Y la poesía era el hilo que unía a todos estos singulares personajes. Comencé así, más por entretenimiento que por necesidad, a vender mis versos sueltos a cambio de unas monedas. De este modo, esos versos hallarían su razón de ser en este mundo, y se aseguraban de no morir olvidados en mi cuaderno. Esos pobres poetas acudían a mí, y salían jubilosos, pues parecía que tenía el verso perfecto para cada caso.

              Pero como en Rundevoll nada es para siempre, y todo es más bien olvidable, pronto mi inocente negocio caducó. Comenzaron a aparecer personajes innobles y estafadores, que vendían dos versos por el precio de uno, y una estrofa por el precio de tres versos. Varios mentían, y vendían estrofas exactamente iguales, y las amantes de los marineros comenzaron a ver las similitudes entre sus poemas y pusieron el grito en el cielo. Más temprano que tarde, y siguiendo mi consejo, los marineros se hartaron y no volvieron a pedir versos prestados: antes sufrir haciéndolos ellos mismos que seguir vendiendo su alma para perder novias y mantener bribones.

              En cuanto a mí, aún escribo mis versos, que ya encontrarán otra razón de ser. Mientras tanto, suelen pararme jóvenes poetas carentes de imaginación que me piden una mano. Y en silencio, como un susurro, los ayudo.

 

por Juan Zimmermann

 

“Así sucede en Rundevoll” – episodio 7

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